Saturday, February 04, 2006

La estrategia de la tensión

Si algún asombro me causó el otorgamiento del premio Nobel a Dario Fo en 1997 fue no tanto porque —como a tantos otros— se me había olvidado que el teatro solía considerarse un género literario sino porque siempre sentí que sus obras dependían más de la creatividad histriónica que de la palabra. Sentía sus comedias demasiado verbales y que sus textos valían, sí, pero valían sólo parcialmente antes de completarse con los otros elementos del teatro y su lenguaje: los silencios, las pausas, las entonaciones, la oscuridad y la iluminación. Y tenía para mí, pues, que su gran talento, más escénico que literario, tiraba más hacia la identidad autónoma del teatro en un momento en que, con el sacerdocio de Grotowski, se avisoraba el fin de la dramaturgia literaria.
Sin embargo, al leer el muy completo y suscinto trazo de la trayectoria de Dario Fo que escribe Sergio Martínez —autor también de la estupenda traducción de las tres obras que componen este precioso volumen: Muerte accidental de un anarquista; Ediciones El Milagro; México, 1998, diseñado gráficamente por Pablo Moya—, he podido entender mucho mejor por qué con toda justicia se distinguió con la presea a este inquietante y cáustico “juglar”, heredero de la rica tradición popular italiana —nos dice Sergio Martínez en el prólogo— que según el razonamiento de la Academia sueca “emula a los juglares del medioevo, al fustigar a la autoridad y restituir la dignidad a los oprimidos” cuya independencia y “visión clara los llevaron a asumir grandes riesgos”.
Como ustedes no ignoran, en el pasado y sobre todo a finales del siglo XVII y a principios del XVIII en Francia, en los años posteriores a Voltaire, la palabra panfleto gozaba de no mala fama: su connotación se asociaba con las mejores causas políticas y la autoría de las mejores plumas en ejercicio, como la de Paul—Louis Courier. El panfleto era entonces un opúsculo de actualidad, un alegato breve —o largo, según otros autores— de carácter explícitamente político y de naturaleza polémica, satírica y a menudo violenta. El panfleto se inspiraba en la actualidad y aludía a hechos reales, es decir, a la verdad efectiva de las cosas. Su estilo se desplegaba en la ironía y mediante un tono que asumían también los novelistas y los ensayistas en trabajos de tirada más larga que percibían un cambio de valores y una beligerencia de la impostura y la mentira en la moral ambiente. Y por eso y en ese sentido no me ha parecido injusto inferir que la obra escrita y actuada de Dario Fo se asimila a la noción clásica y muy digna del panfleto.
Aparte de mi experiencia como lector reciente de la obra que da título a este divertido volumen, tengo también la experiencia del espectador y me encomiendo a mi memoria. Muerte accidental de un anarquista se estrenó en septiembre de 1983 en el teatro de Santa Catarina, dirigida por José Luis Cruz y actuada por Héctor Ortega, Joaquín Garrido, Miguel Flores, Venónica Langer, Rosa María Bianchi, Víctor Trujillo, Emilio Ebergenyi y Guillermo Henry. Y ya ven ustedes lo que dicen los neurólogos: que la memoria es más perdurable si se relaciona con un contexto emocional (con la zona “límbica” del cerebro). Aquella emoción es la que pervive en mí como una experiencia personal y tiene que ver con el placer y la alegría, con la inteligencia del texto y de la puesta en escena, con la intencionalidad política del autor y la gracia de nuestros mejores actores, particularmente de Héctor Ortega.
No sé si mi recepetividad como espectador obedecía más bien a la “edad de la ideología” —yo tenía dieciséis años menos y acababa de regresar de Italia—, pero lo cierto es que al recorrer ahora el texto impreso de Muerte accidental de un anarquista he tenido la sensación de que leía una obra referida al México de 1999, especialmente por la befa implacable que Dario Fo hace de los jueces, estos cardenales de toga negra —como los de nuestra Suprema Corte— que ponen toda su sabiduría jurídica al servicio de la “verdad técnica” sólo cuando puede empalmarse con la verdad del poder o la verdad política, “la verdad conocida y la verdad que se busca”, como dicen los penalistas.
Una puesta en escena es como una persona que se muere. Nunca más la volveremos a ver, nunca más con los mismos actores ni matizada por el mismo director. Sólo sobrevive, como decía antes, en la zona emocional de nuestra memoria y nunca será la misma si se repone o se relee. El libro, por su parte, preserva la memoria de otra manera: impide que se sepulten las historias y la época que le tocó en suerte vivir a su autor.
Hacia finales de los años sesenta, se vivía en Italia una instancia de la inestabilidad política provocada. Se tenía el temor de un golpe de Estado como consecuencia de lo que los periodistas dieron en llamar entonces la “estrategia de la tensión”, cuyos resortes y atmósfera abonaron la trama que Leonardo Sciacia urdió en una novela, El contexto, y que tenía semejanza con el postrer esquema de desestabilización política preparada para el golpe de Estado de 1973 en Chile. Estallaron bombas en los trenes y en las estaciones de Milán y Pescara, y en el Banco de Agricultura de Milán, que dejaron un saldo de más de veinte de muertos y ochenta y ocho heridos, y en esos días, el 15 de diciembre de 1969, ocurrió la muerte del anarquista ferrocarrilero Pino Pinelli.
“Pasaron tres noches”, resume Carlo Ginzburg en El juez y el historiador, “hasta que el cuerpo de Pinelli voló desde la ventana del despacho del comisario Luigi Calabresi, donde se hallaban en aquel momento un oficial de carabineros y cuatro agentes de la policía. Un periodista encontró a Pinelli tirado en el suelo, ya sin conocimiento. Dos horas más tarde, en una imprevista rueda de prensa nocturna, el comisario general de Milán, Marcello Guida, declaró a los periodistas que Pinelli, enfrentado a las pruebas innegables de su complicidad en el atentado, se había tirado por la ventana gritando: ¡Es el fin de la anarquía! Posteriormente esta circunstania fue desmentida. Se dijo que Pinelli, en una pausa del interrogatorio, se había acercado a la ventana para fumar un cigarrillo: afectado por un desmayo, se había precipitado. A estas versiones distintas se contrapone una tercera, que empezó a circular insistentemente en el ámbito de la izquierda (tanto parlamentaria como extraparlamentaria): Pinelli, al recibir de un agente un golpe de karate mortal, había sido arrojado, ya cadáver, por la ventana del despacho de Calabresi.”
Todo fue muy oscuro. La policía estaba investigando la tragedia de Piazza Fontana, ocurrida en la capital lombarda pocos días antes. Así comenzaban en Italia los años del terror que culminarían con el secuestro y el asesinato de Aldo Moro por las Brigadas Rojas.
Como nos recuerda Sergio Martínez, Dario Fo decidió montar un espectáculo fuera de las salas y los circuitos tradicionales en el que, ante el silencio de los medios informativos, se discutieran las causas y los efectos del acontecimiento y se exhibieran —mediante la farsa que aparte de didáctica opera como “una máquina que hace reír a la gente sobre cosas dramáticas, a fin de evitar la catarsis”— los modos que adopta la administración de la justicia en un sistema corrupto.
“Con la risa”, dice Fo, “queda dentro el sedimento de la rabia”.
A mucha honra, Dario Fo acepta el premio Nobel que se le da “a un juglar”, según sus palabras, y prosigue como si todavía tuviera veinticinco años dándole duro, duro, duro, al sistema judicial y sus sentencias dictadas por la oportunista “razón de Estado” en un país que se precia de ser la cuna del derecho y que, como decía Leonardo Sciascia, también se ha convertido en la tumba del derecho.

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