Wednesday, March 02, 2011

Voces de familia, de Harold Pinter

VOCES DE FAMILIA
(Guión radiofónico)
por
HAROLD PINTER
Traducción y nota de FEDERICO CAMPBELL

En Voces de familia los personajes o las "voces" comparten una ambigüedad espacial: no se encuentran frente a frente como en el escenario de un teatro: Harold Pinter sabe que el espacio del radio es infinito, y puede ubicar a un personaje en Nueva Delhi o en Londres, a otro en Tahití o en Nueva York, y hacer que se relacionen entre sí incluso sin que compartan el mismo tiempo o el mismo lugar.
Las voces de la madre, el hijo, el padre, no se intercambian en parlamentos breves: se trata de prolongadas emisiones de la voz, párrafos que a un tiempo son el flujo de un monólogo interior o el cuento ensimismado de un personaje que se habla a sí mismo o se expresa como quien redacta una carta personal.
A medida que va adquiriendo densidad, Voces de familia se dispara hacia diferentes direcciones gracias a su "ambigüedad significativa" y en una de esas vertientes podría experimentarse como un mundo mental —dado en la oscuridad "onírica" del radio— y emocional en el que las voces de los padres son las de nuestros ancestros, las ideas de los demás: los discursos ajenos que todos traemos dentro, la impronta del pasado, los gritos de las tribus más remotas, es decir: las voces del inconsciente.
Federico Campbell

VOZ 1:
Realmente me la estoy pasando muy bien.
Hace calor y frío, pero, sorprendentemente, hace más bien calor, en general, más calor que frío.
Espero que te sientas bien y no tan achacosa, como la última vez que te vi.
No, no te sentías tan mal; te sentías perfectamente bien, simplemente te veías mal.
¿Me extrañas?
Me la estoy pasando muy bien y estoy totalmente borracho.
Me tomé cinco tarros en el Bar de los Pescadores, y luego tres whiskies dobles, y literalmente llegué a la casa arrastrándome.
Cuando digo casa, te aseguro que mi cuarto es extremadamente agradable. También el cuarto del baño, donde hay una tina. Muy, muy agradable. Me he dado unos baños de tina muy agradables. También las otras personas que viven en la casa. Se acomodan todos desnudos en la tina y también se dan su baño, muy agradable sin duda. Todo el mundo en esta casa anda diciendo por todas partes que qué estupenda tina y qué maravilloso baño es el que compartimos, a todo el mundo se lo dicen, a cuanta persona se encuentran le dicen que en este lugar uno se puede dar unos baños estupendos, que no tienen comparación con nada, en pocas palabras.
Lo cual tiene mucho que ver con la dueña de la casa, que es una señora Withers, una persona que ha resultado ser, de veras, una persona verdaderamente encantadora, de lo más decente.
Cuando dije que estaba borracho por supuesto que hablaba en broma.
Apuesto a que te reíste.
¿Mamá?
¿Entendiste que era una broma? Ya sabes que jamás pruebo el alcohol.
Me gusta estar en esta enorme ciudad, yo solo. Espero hacer muchos amigos pronto, en los próximos meses.
Espero también conocer a algunas amigas.
Espero dar con una muchacha buena y muy agradable. Luego de conocerla, la llevaría a la casa para que conociera a mi madre.
Me gusta caminar en esta ciudad enorme. Yo solo. Es divertido no conocer a nadie. Cuando me encuentro con gente en la calle no se dan cuenta de que no los conozco. Conocen a otra gente y mucha otra gente los conoce a ellos, por lo que naturalmente piensan que si yo no los conozco, sí conozco a la otra gente. Por eso me ven, tratan de verme a los ojos, esperan que les hable. Pero como no los conozco no hablo. Ni siento nunca la menor tentación de hacerlo.
Como ves, mamá, no me siento solo, porque todo lo que alguna vez me ha sucedido está conmigo, me sirve de compañía: mi infancia, por ejemplo, a través de la cual tú, mi madre, y él, mi padre, me guiaron.
Me llevo muy bien con la dueña de la casa, la señora Withers. Me dice que soy su consuelo. Me tomo una copa con ella en la comida y otra a la hora del té y luego la llevo a tomarnos otras dos en la noche, en el Bar de los Pescadores.
Estuvo en la Fuerza Aérea Femenina en la segunda Guerra Mundial. No dejes caer la bomba, Charlie, le encanta decir. Dile Sargento de Vuelo y él será tan feliz como un cerdo en el estercolero.
Realmente te caería muy bien, mamá.
Creo que empieza a amanecer. Se está aclarando. Otro día. Un día que recibo con gusto. Y así te termino esta carta, querida mamá, con todo mi amor.

VOZ 2:
Querido. ¿Dónde estás? Las flores están muy bonitas. Los botones. Que tanto te gustaban. ¿Por qué nunca escribes?
Pienso en ti y me pregunto cómo estás. ¿Alguna vez piensas en mí? ¿Tu madre? ¿Alguna vez? ¿Un poco?
¿Cambiaste de dirección?
¿Tienes nuevos amigos? ¿Algún muchacho agradable? ¿O una muchacha agradable?
Hay muchos muchachos y muchachas agradables por ahí. Pero por favor no andes con otro tipo de gente. Te pueden meter en problemas realmente terribles. Y no lo soportarás. Eres tan escrupuloso, tan especial.
Muchas veces pienso que más adelante me encantaría vivir muy feliz contigo y con tu esposa. Y ella será una esposa muy linda y muy amable contigo y yo cenaría de vez en cuando con ustedes dos. La cena yo la prepararía por supuesto, encantada, pues ustedes dos estarían muy cansados después de todo un día de trabajo, estoy segura.
A veces me voy a caminar por la vereda del acantilado y pienso en ti. Me acuerdo de aquellas veces en que tú caminabas por la vereda del acantilado, con tu padre, con sándwiches de queso. ¿Verdad? Los dos se sentaban a lo alto del acantilado y se comían los sándwiches de queso que yo les preparaba.¿Te acuerdas de la broma que hacíamos? Moch, monch, monch, hummmn hummn... Dimos un paseo muy bonito, diría tu padre. Quieres decir nos dimos un atracón monch monch monch, le decía yo. Y ustedes dos se reían.
Mi amor. Te extraño. Yo te di la vida. ¿Dónde estás?
Te escribí hace tres meses, comunicándote la muerte de tu papá. ¿Recibiste mi carta?

VOZ 1:
No estoy muy seguro de que me caiga bien la gente de esta casa, con la excepción de la señora Withers y su hija, Jane. Jane es una estudiante que trabaja mucho en las tareas que le dejan. No quita la vista de los libros.
Es impresionante. Ya no se acostumbra mucho hacer eso en estos días. Pero no estoy muy seguro de la otra gente que vive en esta casa.
Uno es un anciano.
Ese que es un anciano se acuesta temprano. Es calvo.
La otra es una mujer que usa vestidos rojos.
El otro es otro hombre.
Es grande. Es mucho más grande que el otro hombre. De pelo negro. Tiene las cejas negras y vello negro en las manos.
A veces le pregunto cosas de ellos a la señora Withers, pero sólo quiere hablar de su época en la Fuerza Aérea Femenina durante la segunda Guerra Mundial.
Me he dado cuenta de que Jane no es hija de la señora Withers sino su nieta. La señora Withers tiene setenta años. Jane, quince. Estoy convencido de que ésa es la verdad.
De noche oigo voces de los otros cuartos y no las entiendo. Oigo pasos en las escaleras, pero no me atrevo a salir e investigar.

VOZ 2:
A medida que tu padre se acercaba a la muerte le dio por hablar cada vez más de ti, con cierta ternura y extrañeza. Yo lo consolaba con la idea de que te habías ido de la casa para que se sintiera orgulloso de ti. Creo que lo convencí. Una de sus últimas frases era: Dale por mí una palmadita en la espalda. Dale por mí una palmadita en la espalda.

VOZ 1:
He descubierto algo muy interesante. El anciano que es calvo y que se acuesta temprano se apellida Withers. Benjamin Withers. A no ser que sea una coincidencia, eso debe significar que es pariente.
Le pregunté a la señora Withers qué había de cierto en esto. Se sirvió una ginebra y la estuvo mirando antes de tomársela. Luego me miró y dijo: Tú eres mi mascota. Siempre quise tener una mascota pero nunca pude y ahora ya tengo una.
A veces me acaricia, como si fuera mi madre.
Pero no se me olvida que yo tengo una madre y que tú eres mi madre.

VOZ 2:
A veces me pregunto si de vez en cuando te acuerdas de que tienes una madre.
VOZ 1:
Algo ha sucedido. La mujer que usa vestidos rojos me llamó y me invitó a tomar una taza de té en su cuarto. Entré en su cuarto. Era más grande de lo que me esperaba, con sofás y cortinas y velos y manteles y tapetes y telas suaves que cubrían las paredes, azul oscuro. Jane estaba sentada en el sofá haciendo su tarea, por lo que se veía. Se me invitó a sentarme en el mismo sofá. El té ya lo habían hecho y estaba listo, en un juego de tazas chino, de lo más elegante. Me dieron una taza, la señora. También a Jane, que me sonrió. No me he presentado, dijo la mujer, me llamo lady Withers. Jane sorbió su té con las piernas levantadas en el sofá. Sus pies con medias me rozaban el muslo. No era el sofá más grande del mundo. Lady Withers se sentó enfrente de nosotros en un sofá considerablemente más grande. Su vestido, me di cuenta, no era rojo sino rosa. Jane vestía de verde, aparte de los pies, con medias negras. Lady Withers me preguntó por ti, mamá. Me pregunto por mi madre. Y le dije, muy convencido, que eras la mejor madre del mundo. Me pidió que la llamara Lally. Y que a Jane la llamara Jane. Le dije que a Jane yo la llamaba Jane. Jane me dio una galleta. Creo que era una galleta. Lady Withers le dio una mordida a su galleta. Jane también probó la suya, y sus pies me caían ahora sobre las rodillas. Parecía que a lady Withers le gustaba su galleta, sentada en su sofá. Se la terminó y tomó otra. Nunca había visto tantas galletas. Eché una mirada a la estancia y vi que en todas partes había galletas, en platos y en cajas, por todo el cuarto. Lady Withers terminó su segunda galleta sin problema alguno y de inmediato se metió otra en la boca. Jane, por otra parte, masticaba casi en sueños su galleta y cuando se le quedó una pasa pegada en el labio superior se la quitó con la lengua, sin pestañear. No pude relacionar esto con el hecho de que los dedos de sus pies se movían inquietos, incluso agitados. Su boca, cuando comía, se veía tranquila; los dedos de sus pies, cuando no comía, se agitaban, estaban tensos, incluso histéricos, podría decirse. Mi galleta resultó estar muy dura, como una piedra. La mordí, se me cayó de la boca, sobre las piernas. Jane la atrapó con los pies, y eso le tranquilizó los dedos. Jugó con la galleta entre los dedos, con cierta destreza. Me acordé de que, una vez que nos vimos, me había dicho que quería ser acróbata.

VOZ 2:
Querido. ¿Dónde estás? ¿Por qué nunca escribes? Nadie sabe dónde te escondes. Nadie sabe si estás vivo o muerto. Nadie te puede encontrar. ¿Te has cambiado de nombre?
Si estás vivo, eres un monstruo. En su lecho de muerte tu padre te insultó. Me insultó a mí también, la verdad. Insultó a todo el mundo que estaba presente. Pero tú no estabas presente. No te culpo del todo por el mal humor de tu padre, pero tu ausencia y tu silencio le pesaban mucho, lo fastidiaban. Murió lamentándose y maldiciendo. ¿Eso era lo que querías? Ahora estoy sola, a no ser por Millie, que a veces viene de Dover. Es mi consuelo. Se le llenan los ojos de lágrimas cuando habla de ti, los ojos de tu querida hermana se llenan de lágrimas. Ha tenido un matrimonio muy feliz y tiene un niño muy lindo. Cuando crezca querrá saber dónde está su tío. ¿Qué le vamos a decir?
O a la mejor un día te apareces por aquí en un carro nuevo muy elegante, un día, en un futuro no muy lejano, con un traje nuevo muy bonito, así, de repente, y me llenarás de besos y abrazos.

VOZ 1:
Lady Withers se puso de pie. Como Jane está haciendo su tarea, dijo, tal vez quieras irte y volver otro día. Jane quitó sus pies, con mi galleta entre sus dos dedos gordos. Sí, por supuesto, dije, a no ser que Jane quisiera que la ayudara con su tarea. No, gracias, dijo lady Withers, yo la voy a ayudar con su tarea
Lo que no dije es que estoy pensando en ofrecerme como profesor. Yo creo que sería un profesor excelente, para la joven, en cualquiera de las materias que estudia Jane sería una alumna ideal. Tiene una gran curiosidad por aprender. Esa es la impresión que tiene uno cada vez que la ve, a cada mirada suya, a cada suspiro. Cuando dirige los ojos hacia ti, ves dentro de sus ojos: inocentes, puros, inexpertos, pero ávidos, deseosos de aprender.
Son ideas que me vienen en la noche, mamá, aunque apenas son las 10 y 23, exactamente.

VOZ 2:
Hijo mío.

VOZ 1:
Mientras estaba metido en la tina hoy en la tarde, pensando en estas cosas, me pareció que alguien tocaba la puerta. Parece que el hombre de pelo negro abrió la puerta. En el pasillo estaban dos mujeres. Decían que eran mi madre y mi hermana, y preguntaron por mí. El señor les dijo que no me conocía. No, nunca me había conocido. No, ningún residente de la casa se llamaba así. Es una casa de familia, no se admiten extraños. No, se llevaban muy bien, muchas gracias, sin intrusos. Les sugiero, les dijo, que se regresen a su casa, y dejen de estar molestando a gente inocente y trabajadora con sus calumnias y acusaciones, que sólo a una mente depravada y sucia como la de ustedes se le pueden ocurrir. Me doy cuenta a leguas de qué clase de gente son ustedes y créanme que si quiero las puedo ir a denunciar por daños y perjuicios, por insultos y por vagancia, o sea, por andar molestando en las puertas de las casas, sin poder justificar de qué viven. Así que lárguense de aquí antes de que llame a la policía.
Yo estaba sentado en la tina, bañándome, cuando se abrió la puerta. Creí que la había cerrado con llave. Me llamo Riley, dijo. ¿Qué tal el baño? Muy bien, dije. Tienes buen cuerpo, aunque un poco delgado, dijo. Creí que sólo eras un muchachito. Nunca me imaginé que fueras tan delgado y tan fuerte como lo veo ahora. Gracias, le dije. No me lo agradezcas, me dijo. Tienes que agradecérselo a Dios. O a tu madre. Acabo de correr a un par de impostores que tocaron la puerta. Ya no les vamos a tolerar sus tonterías a esa gente. Luego se sentó en la orilla de la tina y me contó lo que te acabo de contar.
Me llama la atención que mi padre no se haya molestado en venir.

VOZ 2:
Oí los pasos de tu padre en la escalera. Oí que tosía. Pero de pronto ya no se oían sus pasos ni su tos. No abre la puerta.
A veces pienso que siempre he estado sentada como estoy ahora. A veces pienso que siempre he estado sentada como estoy ahora, sola, junto al fuego, indiferente, las cortinas cerradas, de noche, en invierno.
Como ves, yo también tengo mis ideas. Pensamientos que se me ocurren y que nadie sabe que los tengo, pensamientos que nadie de mi familia ha sabido que tengo. Pero a ti te los cuento, no importa dónde estás.
Lo que quiero decir es que, por ejemplo, cuando te estaba lavando el pelo, con el champú más suave, y enjuagándotelo, y luego secándotelo lentamente con la toalla, para que no te quejaras ni te sintieras incómodo o molesto, y te miré a los ojos, y vi que me veías los míos, sabiendo que no querías a nadie más, absolutamente a nadie más, sabiendo que te sentías totalmente feliz en mis brazos, supe también, por ejemplo, que al mismo tiempo yo estaba sentada junto a un fuego indiferente, sola en el invierno, en una noche eterna contigo.

VOZ 1:
Lady Withers toca el piano. Estaban sentadas, las tres mujeres, en diversos lugares del cuarto. Y en el cuarto había botellas de un vino rosado, de un tono rosa que nunca se me olvidará. Tomaban el vino en unos vasos finísimos, con una elegancia y un modo, una gracia que creí que ya no se daba. Lady Withers llevaba un collar en su cuello de mármol, un cuello asombrosamente joven. Tocaba algo de Schumann. Me sonreía. La señora Withers y Jane me sonreían. Tomé una silla. La tomé y me senté. Y aquí estoy, sentado en esa silla. Nunca me levantaré.
Mamá. He encontrado mi hogar, mi familia. Nunca soñé que llegaría a conocer tanta felicidad.

VOZ 2:
Tal vez debería olvidarme totalmente de ti. Tal vez debería insultarte como lo hizo tu padre al morir. Ojalá que tu vida se te vuelva un tormento insoportable. Espero la carta en que me supliques que vaya por ti, pero si la recibo la escupiré.

VOZ 1:
Mamá, mamá, tuve un encuentro de lo más desagradable, de lo más desconcertante con el tipo que se llama Withers. ¿Me podrías dar un consejo?
Entra, hijo, me llamó. Pon atención. No te confundas. No tengo todo el tiempo del mundo. Entré. Un jarro. Una bandeja. Una bicicleta.
¿Sabes dónde estás?, dijo. Estás en mi cuarto. No en la estación de Euston. ¿Me entiendes? Este es el único cuarto de la casa donde puedes unirte a una caravana y emprender el viaje. ¿Compris? ¿Understand? ¿Me entiende? ¿Te sientes preparado — para seguirme a lo largo de la cuesta? Mírame. Me llamo Withers. Estoy aquí o ando por allá. ¿Entiendes? Prohibida toda terminología insulsa. ¿Sí? Prohibida toda, redundancia. Todo lo que tenga que ver con eso, verboten. Andas en tierras movedizas, boxeador. Carga el peso en la pierna izquierda, todo lo que puedas. Sigue bailando. El viejo foxtrot es la respuesta clásica, pero ésa no es la respuesta de la que estoy hablando. Tampoco estoy hablando de la otra respuesta. Arriba los esclavos. ¿Me entiendes? Este es un lugar de criaturas, arriba y abajo de la casa. Criaturas de la grieta rítmica, de los golpes rítmicos, de los rones y las ruletas, de los harapientos macarrones, de los pudines de mermelada y mayonesa, una plasta excremental de basura de grotesca e inservible parafernalia sin fin. ¿Me entiendes? Todo se junta. Está frente a ti y detrás de ti. Y yo soy el único salvador de la gracia que ansías. Fíjate por dónde vas. Pon atención. ¿Entiendes por dónde me muevo? No dejes que se enmohezca demasiado. Cuidado con el moho. Siéntelo, hijito, siente su densidad. Mírame.
Y lo miré

VOZ 2:
Estoy enferma.

VOZ 1:
Era como ver un abismo de lava derretida, mamá. Con verlo una vez fue suficiente.

VOZ 2:
Vuelve a mí.

VOZ 1:
Estuve con la señora Withers tomándome un campari con soda en la cocina. Me hablaba de su juventud. Dijo que yo era un buen bocado. Que yo era como un panecito de ciruela. Venían desde muy lejos a probar su suerte. Yo caí patas arriba con un tipo de la Fuerza Aérea de la Marina. Me adoraba. Lo asesinaron porque no querían que fuéramos felices. Me pude haber casado con él y pudimos haber tenido miles de hijos. Pero no. Se hundió con su braco. Lo supe por la radio.

VOZ 2:
Te espero.

VOZ 1:
Más tarde esa misma noche Riley y yo nos tomamos una taza de chocolate en su cuarto. Me gustan los jóvenes delgados, dijo Riley. Delgados pero fuertes. Nunca ha sido un secreto ni lo he ocultado. Pero tengo que contenerme. He tenido que frenar mis inclinaciones. Eso se debe a que mi principal preocupación es la religión. Siempre he sido un hombre muy religioso. Ya te has de imaginar la tensión que esto crea en mi alma. Me muevo en un constante estado de tensión espiritual, emocional, psicológica y física. Es desesperante la disciplina que me veo obligado a ejercer. Mi predisposición a la carne es increíblemente violenta, pero va contra mis mejores intereses, que son mantenerme lo más cerca posible de Dios. Soy un hombre grande, como puedes ver. Podría aplastar a un enclenque de muchachito como tú hasta la muerte, quiero decir la muerte que es amor, la muerte que entiendo es el amor. Pero asumirlo significa que mantengo esos deseos cogidos con cadenas y esposas. Soy bueno en esas cosas porque soy policía. Y se me respeta mucho, soy muy respetado en la comandancia y en la iglesia. El único lugar donde no soy muy respetado es en esta casa. No dan por mí ni un cacahuate aquí. A pesar de que siempre he sido medio pariente. De cierto tipo. Soy buen tenor, pero nunca me invitan a cantar. Estaría mejor viviendo en medio del desierto del Sahara. Hay demasiadas mujeres aquí, ése es el problema. Y no tiene sentido ponerse a platicar con el calvo. Está bastante lejos. Vive en otro mundo, que conoce muy bien. A mí me gusta la gente sana, fuerte, y una conversación inteligente. Por eso se me ocurrió llamarte, amigo, aparte de que me caes bien. No tengo a nadie con quién platicar. Estas señoras me tratan como a un leproso. A pesar de que soy medio pariente. De cierto tipo.
¿Qué clase de pariente?
¿Lady Withers es la mamá de Jane o su hermana?
En cualquiera de los dos casos ¿por qué a Jane no le llaman lady Jane Withers? O tal vez sí le llaman así. O tal vez no es ninguna de las dos cosas. O tal vez la señora Withers en realidad es la Honorable Señora Withers? Pero si ése es el caso, ¿qué viene siendo entonces el señor Withers? ¿Y cuál Withers es finalmente? Quiero decir, ¿qué parentesco tiene con los demás Withers? ¿Y quién es Riley?
Pero si me sientes desorientado, ansioso, confuso, inseguro y con miedo, también me sientes contento. Mi vida tiene sentido. La casa tiene un ambiente muy cálido, como sin duda pudiste comprobarlo. Y como seguramente lo has notado por lo que te cuento, hablo libremente con todos sus habitantes, con excepción del señor Withers, a quien nadie le habla, a quien nadie se refiere, por muy buenas razones evidentemente. Pero muy raramente salgo de la casa. Parece que nadie sale de la casa, salvo muy raras veces. Debe ser un agente secreto. Jane sigue haciendo muchas tareas aunque aparentemente no va a ninguna escuela. Lady Withers nunca sale de la casa. Tiene invitados. Recibe a sus invitados. Han de ser ésos los pasos que oigo en las escaleras durante la noche.

VOZ 3:
Sé que tu madre te ha escrito diciéndote que estoy muerto. No estoy muerto. Estoy muy lejos de estar muerto, aunque muchísima gente ha querido que esté muerto, desde tiempos inmemorables, tú especialmente. Tú eres el que ha rezado por que me muera, desde tiempos inmemoriales. He escuchado tus oraciones. Me resuenan en los oídos. Oraciones que ansían mi muerte. Pero no estoy muerto.
Bueno, eso no es totalmente cierto, no es precisamente el caso. Estoy mintiendo. Te estoy llevando por la vereda del jardín. Estoy jugando. Estoy divirtiéndome un poco, eso es. Porque estoy muerto. Tan muerto como una piedra. Te escribo desde mi tumba. Unas cuantas líneas en nombre de los viejos tiempos. Sólo para mantener el contacto. Un grito desde la oscuridad. Un último beso de papá.
Probablemente sea como cualquier día después de haber andado a caballo contigo. No hay mucho más que decir.
Un poco de sudor. ¿Por qué me tomo la molestia? Por ti, supongo, porque fuiste un hijo muy cariñoso. Sonrío, mientras yazgo en esta tumba cristalina.
¿Sabes por qué uso la palabra cristalina? Porque puedo ver a través de ella.
Recibe todo mi amor, hijo. Sigue trabajando bien.
Sólo hay una cosa que me molesta, para ser sincero. A pesar de que, en general, hay un absoluto silencio por todas partes, un absoluto silencio a lo largo de todas las horas, todavía oigo, de vez en cuando, a un perro que ladra. Oigo a este perro. Oh, y me da miedo.
VOZ 1:
Se les ha ocurrido ponerme un nombre. Me llaman Bobo. Buenos días, Bobo, dicen. O nos vemos en la mañana, Bobo; o Bobo, no tires la sopa, Bobo; o No dejes las luces encendidas, Bobo; o Te vas por la sombrita, Bobo; o Cuidado con el tranvía, Bobo; o Qué tal pinta tu lápiz, Bobo; o No hagas trucos con los palillos, Bobo; o No te muerdas las uñas, Bobo.
La única persona que no me llama Bobo es el anciano. No me llama de ningún modo. Yo tampoco lo llamo de ningún modo. Se encierra en su cuarto. Yo ni me acerco. Está muy viejo y pronto habrá de morir.

VOZ 2:
La policía te está buscando. No olvides que todavía tienes menos de veintiún años. Ya están pasando tu nombre y tu descripción exacta por radio. No descansarán, me aseguran, hasta que te encuentren. Les dije lo que creo, que estás en manos de gente del hampa, que te estás usando en la prostitución masculina. Dije en mi declaración que nunca has tenido la menor fuerza de carácter, jamás, y que eres de lo más susceptible incluso al más ligero halago, a cualquier adulación. Y que las mujeres son tu punto débil, incluso cuando eras niño. Nunca se me ha olvidado Françoise, la sirvienta francesa, ni la mujer que se hizo pasar por institutriz, la infame señorita Carmichael. Te vamos a encontrar, hijo mío, y no te tendremos ninguna consideración.

VOZ 1:
Estoy dispuesto a volver contigo, mamá, para besarte y tenerte en mis brazos.
Vuelvo a casa.
Vuelvo también para darle un abrazo a mi papá. ¿Dónde anda el viejo? Me muero de ganas de hablar con él. ¿Dónde está? Le he buscado en todos los lugares que conocíamos, incluso en la cabaña de verano, pero no lo he podido encontrar. No me digas que se fue de la casa, a su edad. Sería un gesto muy berrinchudo de su parte. ¿Qué es lo que has hecho con él, mamá?

VOZ 2:
Te digo una cosa, mi hijito. Ya me harté, ya no me importa lo que pase contigo. Sólo dime una última cosa: ¿Tú crees que la palabra amor significa algo?

VOZ 1:
Ya me voy de aquí, vuelvo contigo. Estoy a punto de empacar y regresar a tu lado. ¿Qué me vas a decir?

VOZ 3:
Tengo muchas cosas que decirte. Pero estoy absolutamente muerto. Lo que tengo que decirte no lo sabrás nunca.

Thursday, April 27, 2006

La silla del águila



1. Siguen sin entender los “estrategas” de Fox y de la campaña panista que en la política no se pueden ignorar las reglas del teatro. El poder se rige por una cierta teatralidad.
Primero, el protagonista (Macbeth, por ejemplo) no debe inventar ni construir a su adversario, como lo hizo el Presidente en tiempos del desafuero al escoger entre la tribu a un personaje al que justamente por perseguirlo lo puso a su altura convirtiéndolo en antagonista. Segundo, a nadie con un mínimo instinto político se le puede ocurrir colocar en medio del debate una silla que simbolice al ausente porque en ese asiento, como es lógico, caerán todos los reflectores. Tercero, proclamar que Palacio Nacional habrá de ser un museo equivale a reconocer (tal vez orientado el Ejecutivo por encuestas muy secretas, pero reales) que Andrés Manuel López Obrador será el nuevo Presidente.
Todos bailan al son que les toca López Obrador. No hablan si no es para vilipendiarlo. Hay columnas periodísticas y programas de televisión dedicados exclusivamente a criticarlo. No tienen otro tema ni hablan, Madrazo y Calderón, de sí mismos ni de sus “proyectos”. El personaje de la película es López Obrador. Y por lo mismo, en un acting out del Presidente, en una suerte de imperium lapsus, se pone desde ahora a nombrarle funcionarios por decreto a su sucesor, a atarlo de manos frente a los medios con la aprobación de la ley Televisa, a impedirle que tenga su recámara en Palacio Nacional. Sólo falta que le nombre a su gabinete y que le regale a Televisa el canal del Congreso.
Hay ausencias muy presentes, por otra parte, sobre todo en el escenario. Rosario Green y la señora Vázquez Mota —en plena afinidad ideológica— se inventaron lo de la silla fatal, acaso porque la silla, butaca, taburete, sillón o poltrona representa la ausencia del padre. Cuando el padre no iba a casa a comer su lugar se respetaba y allí no se sentaba nadie. Nadie tomaba su lugar. En algunas familias, cuando moría el padre nadie lo reemplazaba. Y allí seguía reinando la silla.
En Colombia el actual presidente Álvaro Uribe se negó hace cuatro años a participar en el debate con sus opositores, quienes, para darle con el látigo de su desprecio y ridiculizarlo, colocaron en su lugar una silla desnuda. El resultado fue que Álvaro Uribe ganó las elecciones. Y también las había ganado antes Pastrana que se había negado al estilo estadounidense del debate y al que representaron con una silla vacía, señalándolo con dedito admonitorio.
Se brilla por ausencia. Destaca el que no está donde debe estar. Si alguien llega tarde a la fiesta todo el mundo lo está esperando. Si alguien falta a clase, todo el mundo lo nota.
Existe en la aviación militar, por lo demás, el homenaje del hueco. Cuando muere en combate un piloto, en el momento del funeral pasa por encima de los deudos el escuadrón de cazas haciendo un hueco que representa al piloto muerto. En una formación de cinco, falta el 4, por ejemplo. Y se llora por su ausencia. El hueco: la oquedad dramática. El verdadero personaje es el ausente. El águila que no está.
Nada crea más expectación en el espectador que el hecho de que no aparezca en el primer acto uno de los actores anunciado en el reparto. A medida que transcurre la obra, entre más se tarde en entrar el personaje anunciado más fuerte se vuelve su ausencia.
Pero estas sutilezas es muy difícil que las pesquen las señoras Green y Vázques Mota, tan identificadas ahora por la ausencia del Peligro.

2. En cuanto a la idea de congelar como museo Palacio Nacional viene a cuento aquella reflexión de Alejandro Rosas en el sentido de que desde tiempos inmemoriales el Palacio “fue el espacio donde los gobernantes ejercieron su autoridad, el centro de gravedad de la política, el sitio donde el poder se materializaba”.
Entre 1824 y 1860 todos los presidentes mexicanos, con la excepción de Vicente Guerrero, vivieron en las habitaciones de los virreyes, en la parte sur del palacio. En 1860, Benito Juárez acondicionó el sector norte como residencia del Ejecutivo. De los treinta presidentes que vivieron en el inmueble, sólo dos murieron en él: Miguel Barragán en 1836 y Juárez en 1872.
Al zócalo van los desheredados, los agricultores a vender sus piñas. Se cumple allí con el rito de la bandera. Los maestros disidentes se instalan día y noche para hacerse oír. El día de los muertos, el jefe del gobierno capitalino manda poner un altar.
Si el ejercicio del poder también se promueve en el campo metafórico, en la fantasía popular, en el inconsciente colectivo que va construyendo la historia, entonces el Palacio Nacional tiene que seguir siendo la sede de toda esa carga simbólica. Desde los tiempos de Adolfo López Mateos, los presidentes no despachan en Palacio Nacional. Les da pereza ir al centro, con la chusma. Prefieren ejercer desde una parte más elevada y cómoda de la ciudad, desde esa burbuja incontaminable y segura, aséptica, en la que Los Pinos tiene su asiento.
Frente al Templo Mayor, nada menos; frente a la Catedral Metropolitana, el conjunto de iglesia, plaza y palacio no ha hecho sino reforzar hacia la periferia nacional la imagen del jefe del gobierno del DF, que despacha junto a Palacio Nacional, y es como el otro Presidente. El pueblo lo piensa allí: en el corazón del país. Porque el Presidente de la República ha abandonado la plaza.

* * *

Friday, March 10, 2006

Ludwik: Mis actores han sido mis maestros

El hombre debe derrumbarse
de vez en cuando. Me ha su-
cedido varias veces en la vida.
No sé si me entristece mi
desesperanza; no lo creo.
Más bien me enferma esta
soledad, y dondequiera la
encuentro; y cuando digo
soledad, me refiero a la
soledad. Siempre la misma
miseria, siempre el mismo
cuerpo, el alma siempre ator-
mentada. Se refugia uno en
esperanzas, figuraciones,
compromisos… ¡Dios mío,
me estoy poniendo teórico!

—Ingmar Bergman, De la vida
de las marionetas



Siempre me cautivó el uso del español que estaba en los labios de Ludwik. Para ser polaco, para haberse apropiado de otra lengua sólo hasta 1957, cuando llegó a México y hablando ya muy bien el ruso y su lengua materna, el director de teatro que se nos acaba de adelantar en su último viaje al más allá tenía un dominio del español que podríamos calificar de perfecto si no supiéramos que toda lengua viva es imperfecta, justamente por estar en contacto diario con la vida y nuestro sentido de la improvisación verbal.
Ludwik Margules nació en 1933 en Varsovia y murió el martes pasado (7 de marzo) aquí en la ciudad que le vio sus mejores puestas en escena y donde formó a varias generaciones de actores, en Bellas Artes, en el Centro de Teatro Universitario, y por último en el Foro de Arte Contemporáneo, en la calle de Jalapa de la colonia Roma donde puso El camino rojo a Sabaiba, del sinaloense Óscar Riera; Los justos, de Albert Camus, y Cuarteto, de Heiner Müller.
Ya en una de sus más conocidas representaciones, Ricardo III, de Shakespeare, a principios de los años 70, se notaba en él una cierta inclinación por la desnudez escénica: pocos elementos, movimientos cruzados de los actores sobre el escenario, vestuario al mínimo e igual para todos. Le interesaba la palabra, y la resonancia poética de la palabra, un poco en el mismo tomó que consiguió en su última puesta, Noche de epifanía.
Este rigor lo llevó tal vez hasta sus últimas consecuencias en Los justos, de Albert Camus: los actores se movían o se desplazaban contra la pared, en un espacio desnudo, opresivo, como de paredes carcelarias, mientras el texto discurría del anarquismo al terrorismo como si fueran cosas distintas.
Pero de 1983 es la puesta en escena de una obra que acaso marcó un cambio en sus sistema de navegación estética: De la vida de las marionetas, de Ingmar Bergman. El espacio, restringido por la parca escenografía de Alejandro Luna en el teatro Sor Juan del Centro Cultural Universitario, sólo dejaba lugar para setenta butacas. Es decir, que la obra iba a ser contemplada por no más de setenta personas que además estarían muy cerca de los actores, a quienes por lo mismo se les podía permitir el susurro. No necesitaban gritar. Se les podía escuchar a dos o tres metros. Como si uno, espectador, estuviera en la alcoba de los personajes.
A Fernando Balzaretti, en uno de los ensayos, le decía Ludwik:
“No des esos manoteos. No actúes. Apréndete al personaje, pero no actúes como actúas tú. Espera a encontrar al personaje. Tómate tu tiempo. Búscalo, pero abajo.”
Balzaretti había metido de tal forma en el personaje de Peter Egerman que a la postre, meses después, le vino una especie de resaca, un hundimiento emocional insuperable.
De los apuntes que Ludwik iba haciendo en una libreta, mientras transcurrían los ensayos durante meses enteros, pueden recordarse estás líneas:
“Peter bebe para desafiar su propio sistema de seguridad, a la que quedó sometido por su educación y por la posición social que ostenta.
“En términos de interpretación hay dos posibilidades para esta escena:
1. Poco a poco gotear, independientemente de la música, notas grotescas, cercanas a la farsa, en el juego de los actores.
2. Desde el principio, adoptar el tono de la farsa y magnificarla, en el transcurso de la acción, hasta la risa pelada.”
Al actor Emilio Echeverría, que hacía el papel de un inspector de la policía de Estocolmo, Ludwik le hacía repetir y repetir sus líneas:
“¿Puedo ofrecerle un café o un vaso de vino? ¿Un cigarro, un agua mineral?”, le decía el inspector a Tim, un detenido sospechoso.
“Repítelo”, le indicaba Ludwik al actor. “Cada vez que digas café o vino o vaso o agua mineral haz de cuenta que le estás diciendo, por el tono, por las pausas, usted es una mierda, un hijo de puta.” Por la entonación, por la mirada, por la intención. Porque eso era actuar para Ludwik: no pronunciar las palabras según su significado sino darles otro significado con las pausas, los silencios y la insinuación emocional.
Para Ludwik Margules la puesta en escena era un hecho poético y sólo debía estar allí lo esencial. Nada de adornos. Nada accesorio. Y si la palabra había venido siendo desdeñada por las “artes escénicas” —según la superstición de que el teatro más que palabra es actuación y esceneografía— en Ludwik era consustancial a la expresión histriónica (como en Shakespeare).
Y no es que Ludwik estuviera a favor de un teatro excesivamente verbal. No. Lo que apreciaba era el valor poético de la palabra, que concebía también como materia sonora.
“La gente habla y habla y usa palabras que no significan nada. Hay una escisión entre lo que dice y lo que hacen.. En esta puesta las palabras son materia sonora a través de la cual se transmiten las emociones. Incluso en los momentos más discursivos. Hay un divorcio entre lo que se dice y lo que se siente.”
Cuando uno como espectador se pierde de una puesta en escena, esa representación —la obra que no vi— es como una persona que ha muerto. Por mucho que se vuelva a representar nunca será la misma; porque se pone en otro tiempo, porque intervienen otros actores y otro director, porque la interpretación y el tono son distintos. Nunca volveremos a ver Viaje de un largo día hacia la noche, El camino rojo a Saibaba, El tío Vania, Un hogar sólido, Cuarteto, Las adoraciones, A puerta cerrada, El círculo de tiza caucasiano, Severa vigilancia, En alta mar, Manuscrito encontrado en Zaragoza, Señora Klein, De la vida de las marionetas. No las volveremos a ver al menos cómo Ludwik Margules las concibió y realizó.
Se sintió siempre cerca de un escritor, Juan Tovar, y de un escenógrafo, Alejandro Luna.
Entre los actores y actrices que más quiso y respetó se cuentan Ana Ofelia Murguía, esa “loba teatral”, “con su intuición, su sutileza, su garra teatral”. También Mabel Martín (en Ricardo III, El tío Vania), Julieta Egurrola, Claudio Obregón, Álvaro Guerrero, Emilio Echevarría, Sergio Jiménez, Guillermo Gil, Rosa María Bianchi, Farnesio de Bernal y, sobre todo, tal vez su consentido, Fernando Balzaretti.
“Mis grandes maestros fueron mis actores”.
Luego, tenía una manera de ser implacable, de no querer quedar bien con nadie, de aparente mal humor… pero, ¡Dios mío, me estoy poniendo teórico!

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Monday, February 27, 2006

Egoteca

Federico Campbell


Nació en Tijuana, Baja California, el 1 de julio de 1941.
Estudió derecho y filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México y periodismo en Macalester College (Saint Paul, Minnesota, EU) en 1967.
En 1969 fue corresponsal en Washington de la Agencia Mexicana de Noticias.
Entre 1977 y 1988 estudió periodismo en la escuela Julio Scherer García.

Su novela La clave Morse fue publicada por la editorial Alfaguara.
Su antología de textos críticos sobre Juan Rulfo, La ficción de la memoria, apareció en 2003 bajo el sello de la editorial Era.
En el año 2000 ganó el Premio de Narrativa Colima, otorgado por el INBA y la Universidad de Colima, por su novela Transpeninsular.
En 1977 fundó la editorial La Máquina de Escribir.
En 1994 participó del Sistema Nacional de Creadores y en 1995 obtuvo la beca J. S. Guggenheim.
Ha traducido teatro de Harold Pinter, David Mamet y Leonardo Sciascia.
Escribe en la revista Milenio y en diarios del noroeste de México una columna semanal, más literaria que política: La hora del lobo.



Obra publicada
Novela:
Todo lo de las focas, Ed. Joaquín Mortiz, 1983, dentro del volumen Tijuanenses.
Pretexta o el cronista enmascarado. Fondo de Cultura Económica, 1979.
Transpeninsular. Joaquín Mortiz, 2000.
La clave Morse. Alfaguara, 2001.

Cuento:
Tijuanenses. Alfaguara, 1997. Tijuana. Stories on the border. The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo. Contiene Todo lo de las focas y cinco cuentos, entre ellos “Los Brothers”.

Antología:
El imperio del adiós. Aldus y CNCA, 2002. Antología de su prosa (cuentos y novelas).
La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica. Era, 2003.

Ensayo:
La memoria de Sciascia. Fondo de Cultura Económica, 1989.
Post scriptum triste. Ediciones del Equilibrista, 1994.
La invención del poder. Aguilar, 1994.
Máscara negra. Joaquín Mortiz, 1995.
Conversaciones con escritores. Conaculta, 2004.

Entrevista:
La máquina de escribir [entrevistas con FC] por Hernán Becerra Pino. Ediciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Cecut, Tijuana, 1997.

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La clave Morse
El hijo cuenta la historia de su padre, un viejo telegrafista. Treinta años después de la muerte de los padres, los tres hijos se ponen a hablar de ellos y descubren que cada uno tuvo una percepción distinta de cada uno. Más que la historia de un oficio en extinción, el de telegrafista, La clave Morse establece el escenario que la memoria reconstruye o inventa desde el juicio implacable de los hijos. Las mismas experiencias —nunca comentadas porque las vivieron juntos— resultan a la vuelta de los años distintas para cada quien: la invención del padre en cada una de las fantasías filiales.


Transpeninsular
El tema es la búsqueda del escritor perdido. Se trata de un trayecto por la península de Baja California y, por el pasado amoroso del narrador personaje, se va dando una superposición de geografías, la de las penínsulas de Baja California y de Italia. Es la historia de Fernando Jordán, un antropólogo y periodista que en los años 50 “descubre” las pinturas rupestres de Baja California y muere en 1956 en La Paz, a los 36 años, aparentemente por suicidio o asesinado.





Todo lo de las focas
Es una novela que sucede en la Tijuana adolescente del narrador personaje, una Tijuana de la memoria, hacia los años 50. El tono es beckettiano y melancólico. Gran parte de las escenas transcurren en una atmósfera enrarecida, delirante, esquizoide. El adolescente se enamora de una mujer norteamericana que llega al aeropuerto de Tijuana en una avioneta amarilla, y que finalmente concentra a todas las mujeres en la vida del narrador: la madre, las hermanas, la primera novia, la mujer. Seres sin definición precisa, intermedios, a medias, anfibios y aéreos, los protagonistas asumen la dilatación del tiempo y el purgatorio de su personalidad fronteriza.
Esta novela fue traducida al inglés dentro del volumen Tijuana. Stories on the border, por The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo.


Pretexta o el cronista enmascarado
Es la historia de un periodista, Bruno Medina, a quien una oficina del gobierno le encarga la falsa biografía, un libelo, del profesor Álvaro Ocaranza, con el fin de deturparlo. La novela recoge el ambiente de persecución política que se dio en México y otros países de América Latina a finales de los años 60. El drama se exacerba cuando el escritor fantasma, autor del libro anónino, siente que su relación con el profesor Ocaranza se trastoca en una identificación que descompone todo su ser y la vive como una traición al padre. Está también allí el tema de las relaciones entre la prensa y el poder.
Toda la patraña se vuelve para Bruno un problema de identidades, pirandelliano, una traición al simbólico padre y un vituperio del maestro, una forma de autodestrucción vital y literaria, una impotencia para vivir la vida con coraje, entusiasmo, pasión y riesgo. Su sexualidad, su soledad sexual, se desquicia, inútil y empantanada en una angustia onanista. Para su mayor desgracia, toma forma en su imaginación paranoica la posibilidad de que a la postre se le investigue por medio de un método lingüístico de estiloestadística. Conoce el terror cuando descubre que ese método (de policía literaria) en efecto existe y será su aniquilación moral, mental, irreversible, al poner en evidencia el proyecto que nunca había sospechado: el libelo de su propia vida.


La memoria de Sciascia
Es un análisis ameno e introductorio de todas las obras del escritor siciliano Leonardo Sciascia. Se trata de una reflexión sobre la mafia, la sicilianidad, la hispanidad, y las cosas que tenemos en común españoles, mexicanos y sicilianos: el Santo Oficio de la Inquisición, por ejemplo. Versa asimismo sobre la “sicilianización del mundo”, Sicilia como metáfora del mundo actual, y la desaparición del Estado. Contiene además una crónica de viaje por Sicilia y una entrevista con Sciascia.
Para Claude Ambroise, el especialista en Sciascia más importante, “la mejor presentación de la obra de Sciascia es un libro en lengua española, escrito por un mexicano (Federico Campbell, La memoria de Sciascia) que, sin pedantería, pero con precisión y pasión, delínea el contenido de la investigación sciasciana. La pertenencia de Campbell al mundo de la hispanidad le permite dar mayor espesor al aspecto español del escritor siciliano: el crítico mexicano reactiva el diálogo Sciascia-Borges e inserta, actualizándolas en un contexto latinoamericano, las reflexiones sobre la Inquisición y la injusticia”. (Leonardo Sciascia. Opere 1984-1989. A cura di Claude Ambroise. Classici Bompiani, Milano, 1991.)


Máscara negra (crimen y poder)
La sospecha de que la novela policiaca no sólo tiene como tema el de la justicia y la legitimidad política, sino también un universo en donde el poder se funde con el crimen, lleva al autor a tejer una meditación sobre el poder policiaco y la inexistencia del Estado. Ensayos sobre novela policiaca y crímenes reales.



Post scriptum triste
Se trata de un diario literario que adopta como modelo el Journal de Jules Renard o el Diario romano de Vitaliano Brancati: un diario en público. Su tema es el de la impotencia literaria: ¿por qué un escritor realizado deja de escribir y opta por el silencio? Hay una melancolía posterior al acto de concluir una obra, como sugiere el epígrafe del libro: Post coitum omne animal triste.

La invención del poder
Puede entenderse la invención del poder en el sentido en que se dice “el invento del paraguas”, pero también, y sobre todo, como la capacidad que el poder tiene de prefabricación y de inventiva. Es decir, el poder como productor de realidades y ficciones: manos de hierro y tigres de papel, a lo largo de una circularidad no menos teórica que práctica, pues el poder inventa pero al mismo tiempo es inventado.


La máquina de escribir
El volumen, a cargo de Hernán Becerra Pino, antologa veintitrés de las mejores entrevistas que a lo largo de su trabajo literario le han hecho al escritor tijuanense. Entre las obsesiones literarias del entrevistado destacan la aviación, la experiencia del vuelo, la transitoriedad del periodismo, la impotencia literaria, los equívocos de la memoria, el fantasma del padre, la pasión por Italia y la Baja California, la criminalidad del poder y una “Tijuana escrita a mano”.


La ficción de la memoria: Juan Rulfo ante la crítica
Selección y prólogo de Federico Campbell. Antología de cincuenta años de crítica sobre la obra literaria de Juan Rulfo.

Vivimos en la usura

Estuvimos el otro día viendo El mercader de Venecia, de William Shakespeare, con Al Pacino en el papel de Shylock. Sentí un tanto antisemita la versión cinematográfica porque al final una de las espectadoras, una muchacha en la oscuridad de la sala, dijo algo muy despectivo sobre el judío usurero. Como que le dio gusto que lo derrotaran y humillaran durante el juicio en el que él exigía un trozo de carne —de cualquier parte del cuerpo, del pecho, de la nalga, del muslo, exactamente de una libra— al deudor incumplido.
En la película hay una secuencia en las que se contextualiza la persecución de los judíos ya en el siglo XV: las limitaciones que les ponían a sus derechos, la exclusión de la sociedad política establecida, la ancestral suspicacia en su contra.
Y hete aquí que en un café de aquí de la colonia Condesa me encuentro a Fernando Becerril, el actor que todo este año estuvo haciendo el papel de Shylock en el teatro Julio Castillo, detrás del auditorio Nacional.
Le conté a Fernando eso, que me había parecido un tanto antisemita la versión en la que admirablemente actúan Al Pacino y Jeremy Irons, y que me extrañaba mucho ya que si en algún lugar se ve mal el antisemitismo es en el país en el que se hizo la película, Estados Unidos. (Philip Roth dice que él siempre ha pensado que el mejor país para los judíos ha sido Estados Unidos, como que allí encontraron casa y tolerancia.)
—No —me dijo Fernando— lo que pasa es que en todas partes hay un gran repudio a la usura. Vivimos en la usura.
Yo recuerdo que en la versión de Sergio Zermeño, que dirigió a Fernando Becerril, había un discurso de Shylock en el que el viejo comerciente decía que no podía pero sobre todo que no quería dejar de ser judío, como se lo exigen los jueces. Esas palabras los dignificaban y salvaban su estirpe.
“No puedo y además no quiero”, dice, muy orgulloso de ser judío cuando lo quieren condenar a volverse cristiano. Acaso porque, como decía Spinoza, todos los seres quieren perseverar en su ser. (“El tigre quiere seguir siendo tigre”, dice Borges.) Lo que ocurre es que Zermeño toma estas líneas de una parte intermedia de la obra y las coloca al final, luego de que Szhylock resulta vencido.
En la literatura no sucede como en la aritmética. Al cambiar de lugar el orden de los factores y ponerlo un poco antes de que termine la obra, Zermeño atenúa el efecto anisemita, mientras que en los diálogos de la película la autoafirmación ontológica del personaje pasa tal vez inadvertida.

Por lo demás es cierto lo que dice Becerril: vimos bajo la usura, sobre todo en un país como México donde en el fondo no existe el Estado (ni impera la ley) y por tanto no hay entidad alguna que defienda a los ciudadanos, como sería de esperarse en una nación civilizada y en una democracia real.
En México hay gente maravillosa, pero tenemos que reconocer que produce personajes muy nefastos. Tenemos un país en el que abundan los abusos por todos lados. Todo muundo trata de joder al prójimo. Los diputados se aumentan su sueldo y se dan aguinaldos a sí mismos con dinero del público. Los funcionarios cobran sueldos altísimos. El principal ministro de la Suprema Corte cobra 400 mil pesos mensuales, más que el Presidente de la República. Los hijos de Martita Sahagún consiguen la impunidad nada menos que del poder legislativo. El inspector de la luz no viene a leer los medidores y cada dos meses inventa el consumo, calculándolo al azar. El vecino, como tantos capitalinos de la clase media altiva, cree que es propietario de los cuatro o cinco metros de calle (de vía pública) que están frente a su casa. No entide la diferencia entre propiedad privada y propiedad pública. El vendedor de gas entrega tanques ordeñados a tres cuartas partes y se roba unos litros. Las gasolineras, ahora en manos de empresas transnacionales, le dan a uno litros de 900 mililitros y le roban por computadora, misma que ponen en orden cuando se acerca el inspector (casi siempre sobornado, por lo demás). A los publicistas no les importa la contaminación visual con las vallas que ponen por todas partes, como si no hubiera gobierno que les pudiera poner límitrs. El duopolio de Aeroméxico y Mexicana establece las tarfifas que le da la gana y venden en exceso sus asientos. Los empleados del “marketin” haban tres o cuatrrio veces a las casas para vender tarjetas de crédito. (¿De dónde sacan los teléfonos?)
Y, ah, los bancos: vimos pagándoles tributo. Las tarjetas son la trampa 22 de la novela de Joseph Heller. Cobran hasta el 41 por ciento (Citibank, por ejemplo, es decir: Banamex). Si la víctima sólo va pagando el mínimo paga el interés pero apenas amortigua le deuda, de tal manera que se puede pasar años abonándole al banco sólo los intereses. Son una trampa, como trampas también son las tarjetas de Sears (otra vez Slim, ¿hay algo en México que no sea de CS?) y del Palacio de Hierro. Y no se diga los réditos que para una casa o para un carro “otorgan” los usureros ingleses de HSBC o los neoyorkinos de Citybank-Banamex. Enganchan a los igenuos que vienen pagando mucho más de lo que cuesta la mercancía.

La memoria de Pinter

La concesión del premio Nobel al dramaturgo inglés Harold Pinter, nacido el 10 de octubre de 1930, fue tan sorpresiva como justa. Se tomó en cuenta la repercusión de un autor que realmente ha tenido una influencia en su época. Y si hay algo que le da sentido a una obra es eso: que refleje el mundo y la mentalidad de los contemporáneos del escritor durante su breve paso por este planeta.
Basta mencionar uno de sus títulos, Regreso al hogar, para recordar que el regreso a casa es uno de los temas clásicos del teatro (o del cine). Ulises regresa a casa (y sólo su perro lo reconoce), Agamenón regresa a casa, etcétera, y a partir del regreso todo se suscita. Basta recordar El cuidador o la película El sirviente para apreciar el valor dramático y la tensión que enlazan a su alrededor las relaciones de poder, entre un amo y un criado, entre una nuera y un suegro, entre los colegas de trabajo, entre los amantes. En Tierra de nadie los personajes son literatos, editores de literatura y escritores (ahora que están tan de moda en la novela, puesto que pueden ser tan interesantes o aburridos como cualquier persona) y ahí también se va gestandon una humllación de clase, tan sutil como implacable.
Nos lo ha dicho muy bien José Sanchis Sinisterra (cuya obra El lector por horas se puso hace unos años en México): “En Pinter hay una preocupación por la forma de la opresión humana, por los mecanismos del poder, especialmente por la perversión del lenguaje que es uno de los territorios en los que se ejerce ese poder.”
Harold Pinter es uno de los grandes autores de la memoria. Es el que mejor nos ha dado a entender cómo es el funcionamiento de la memoria, en obras como Viejos tiempos y Voces de familia. En ciertos momento llega a plantear lo que parece una paradoja, mutatis mutandis: Hay cosas que son ciertas porque las recordamos, aunqueno hayan sucedido. De hecho en Viejos tiempos lo que se establece es una confrontación entre las diversas memnoria de los personajes, una corroboración de que cada quien recuerda a su manera, según sus sentimientos y sus deseos. En esta temática también se solaza Pinter cuando adapta para el cine En busca del tiempo perdido, la novela de Marcel Proust (que no llegó a filmarse) o La mujer del teniente francés (que sí se filmó).
Si Oliver Sacks ha mostrado la neurología como narrativa literaria, Harol Pinter le da continuidad en el teatro al componer Una especie de Alaska a partir de una historia clínica: la de una mujer que lleva 25 años dormida y que, al despertar, no sabe si es la señora de hora o la muchacha de hace 25 años. Memoria e identidad, ése es el tema.
Yo la primera vez que yo oí hablar de Harold Pinter fue en 1973 porque seguí día a día, o minuto a minuto, la minuciosa puesta en escena de Viejos tiempos que estaban ensayando el director Manuel Montoro y los actores y actrices Mabel Martín, Ana Ofelia Murguía, Claudio Obregón y otro autor más joven que (perdón) no alcanzo a recordar. La traducción era de José Emilio Pacheco, la escenografía de Guillermo Barclay y la producción de Alejandro Gertz Manero.
Mabel Martín, a quien yo acompañaba todas las noches a los ensayos en el teatro Granero, fue quien me explicó los muy peculiares detalles de Pinter. Me hizo ver que Ana Ofelia y Claudio eran de los mejores actores del mundo, “podrían actuar con Bergman”, y me enseñó a distinguir un silencio y una pausa normal de una “pausa pinteriana”, que es más dilatada. La mujer que encarnaba Mabel no podía dejar caer la ceniza del cigarro en cualquier momento. No. Tenía que ser exactamente entre una frase y otra, entre una pausa y un nuevo parlamento. Era como poner una coma en la conversación. Y de estas minucias estaba llena la sugerencia de Pinter.
Lo que se establecía era un dominio solapado, una humillación embozada, como en el caso de El sirviente: un proceso por el cual un criado se va apoderando de la voluntad de su amo hasta aniquilarlo. Los mismo en El cuidador o en Regreso al hogar, cuando pareja que vivía en Nueva York llega a la casa del padre que humilla veladamente a la nuera en un desplante de crueldad mental imperdonable.
Yo mismo traduje después Traición, en 1983, porque me gustó mucho. La vi con Raúl Julia en Nueva York y aquel actor que fue la estrella de Tiburón (Schneider, me parece). Y en esos años se me antonjó también traducir una obra de Pinter muy pequeña, destinada al teatro: Voces de familia. En esa pieza comparecen el padre, la madre y el hijo, pero cada quien desde un lugar distinto que un medio como la radio puede concentrar en un solo sitio, el de la audición. Lo cautivante de esa obra es que el padre ya está muerto y habla desde el más allá, como fugado de la novela Pedro Páramo. Y eso también es otra de las ventajas radiofónicas: que de otros tiempos y otros espacios se puede construir una situación dramática arbitrariamente actual.
El carácter combativo de Pinter en los últimos veinte años ha dado cuenta de su repudio a incontables injusticias y ha manifestado abiertamente su rechazo de una guerra loca como la de Irak. Pero esa preocupación ya estaba en el fondo de sus obras, como en La del estribo (o La última copa), una sesión de tortura.
Pinter capta, pues, el ambiente de una cárcel: la del espacio y la del tiempo en nuestra época. La persona pierde su identidad escogida y su máscara se disuelve, pero detrás de esa máscara hay otras máscaras.

Biblioteca ciega

Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.

—Jorge Luis Borges



Me acaba de encantar un obra de teatro: El lector por horas, del dramaturgo español José Sanchis Sisterra, que se está poniendo en el teatro de Santa Catarina, en Coyoacán. Se cuida uno mucho de no calificar de perfecta cualquier realización humana por el sabio prejuicio que nos previene de que nada humano puede ser perfecto. Pero ante la obra de arte, cuando todos los elementos están en su dimensión justa (el texto, la actuación, el ritmo, su tiempo particular), no se le ocurre al espectador conmovido otra palabra, así sea para sus adentros: perfecta.
La historia es simple como todos las buenas historias: una joven ciega solicita los servicios de un lector para que le vaya a leer todas las tardes, a las cuatro, fragmentos de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, Relato soñado, de Arthur Schnitztler, Mientas yo agonizo, de William Faulkner, Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Puros garbanzos de a libra. La actuación de esta joven actriz, Emma Dib (que podría ser una actriz de Bergman), difícilmente podría ser mejor: medida, sutil, contenida, fina. La emoción en cada matiz de la inteligencia. Pasa suavemente de un estado de ánimo a otro, voluble, imperativa, frágil, injusta, tierna. Y su actuación a veces es sólo con los ojos. Con la mirada, como lo hacía sir Lawrence Olivier.
De hecho el contratante del lector es el padre (Miguel Flores) de la muchacha que perdió la vista en un accidente. Es un hombre ya de regreso de muchas cosas. Tiene una biblioteca selecta, la pura crema de la literatura universal. No lee a sus contemporáneos. Cree que en los últimos años no se ha escrito nada que valga la pena en el campo de la creación, el teatro, la novela, la poesía. Sólo circulan plagios, reiteraciones, remedos baratos, trampas de la palabra y la “intertextualidad”, novelas “premiadas”, “finalistas”.
Los párrafos de Conrad y Faulkner, de Rulfo y de Schnitzler, no aparecen ante los oídos del espectador de manera gratuita: también son citas, los actores no leen cualquier conjunto de frases al azar; siguen la sobria malicia del dramaturgo y juegan con el arte de la cita. Todo está entrelazado. El padre contratante repara en que la palabra oscuridad aparece en todas y cada una las páginas de El corazón de las tinieblas. Acaso porque la oscuridad es una de las condiciones que determinan al personaje de Lorena.
Entresacadas de Pedro Páramo, se oyen las palabras de Damiana Cisneros y la descripción de los ecos: “Nada, nadie”.
Pero a la postre resulta que el lector, Ismael, es un novelista retirado, alguien que renuncia a la literatura, una evocación de esas individualidades literarias que optaron por el silencio. El actor Fernando Becerril (una evocación del Marcelo Mastroianni de La dolce vita, un novelista frustrado que se degrada como periodista de espectáculos y acepta los billetes que actores y actrices le ponen en el bolsillo, cumple asimismo con la invención de un personaje complejo, no sin enigmas, que vive en la zozobra de la impotencia literaria. El plagio inevitable de la escritura periodística (los resúmenes, las transcripciones, las entrevistas, el tomar al dictado, las extensas citas de palabras e ideas ajenas) fueron erosionando la fe del escritor en la fantasía y la demencia del arte. Ismael plagia: copia párrafos enteros de Faulkner y ha sido descubierto en su última novela. Se defiende arguyendo como todos los plagiarios el recurso de la “intertextualidad”. Tiene que, pues, resignarse a la lectura de libros para otros.
Gracias al director Ricardo Ramírez Carnero, la obra tiene una serie de intercambios pinterianos, en el sentido de esas relaciones de fuerza, sumisión, humillación, que se extienden entre los personajes de Harold Pinter. También en el modo de asumir el parlamento. Cada detalle cuenta. Hasta la presencia fantasmal y japonesa de una secretaria tiene su lugar como ser flotante, etéreo, perfectamente funcional y necesario. El lector arrodillado. En cuatro patas. La ambigua prepotencia de clase, el desprecio: “Eres menos que un criado”, le dice Lorena.
Recuerdo cuando Manuel Montoro puso Viejos tiempos, de Harold Pinter. Cada instante debía ser perfecto. Mabel Martín decía una frase y luego intercalaba una pausa y en esa pausa debía llevar la ceniza del cigarro al cenicero para después continuar con la frase, utilizado el silencio interpuesto. Todo estaba marcado. Todo estaba en el detalle. Como Dios.
Sentí que estaba ante una obra teatral de literatura aplicada. Recordé mis recientes días en Oaxaca cuando visité la biblioteca para ciegos “Jorge Luis Borges” que tiene su espacio en el Centro Fotográfico Álvarez Bravo. Una biblioteca para ciegos (de libros Braille, por supuesto) en un museo de fotografía. Borges hubiera sido el primero en sonreír. (Léase, dicho sea entre paréntesis, la conmovedora conferencia de Borges en Siete noches sobre la ceguera. Habla del ser ciego, de la oscuridad y la sombra, de los colores como el rojo y el amarillo, habla de las “rayas de tigre”, que no son otra cosa que las difusas verticales entre el nebuloso amarillo de la visión desvanecente y el cerebro. Borges no se anda con eufemismos tontos: al ciego le dice ciego, no “invidente”).
El autor no disimula su fe en la literatura, en un tiempo en que la cultura gráfica parece estar de caída y triunfa el videclip. Parece pueril, romántica, esta creencia en la palabra escrita. El personaje de Miguel Flores dice que sólo tiene unos quinientos libros, lo mejor del espíritu humano, y se conmueve ante la tarea solitaria de enlazar palabras y palabras, esa soledad acumulada que es cada línea, cada párrafo.
José Sanchis Sisterra se atreve a eso: a hacer un homenaje a la literatura. El trabajo de todos ellos, del autor, el director, la actriz, los actores, no es otra cosa: una declaración de amor a la literatura.

Saturday, February 04, 2006

La teatralidad del poder




El mundo es un escenario,
y actores son hombres y mujeres

—W. Shakespeare, Como gustéis

Decía Jean Genet que el poder no funciona sin teatralidad. Nunca. Para el autor de Severa vigilancia y Diario de un ladrón, la teatralidad es el poder mismo y domina por todas partes. Sin embargo, sólo hay un lugar en el mundo en el que la teatralidad no oculta poder alguno y ese lugar es el teatro. Cuando a un actor lo matan en escena se puede volver a levantar y hacer otra vida. Peligroso no es. En 1968 los estudiantes parisinos ocuparon un teatro: un lugar (el Odeón) del que todo poder había sido expulsado, donde sólo quedaba la teatralidad, sin riesgo alguno. “Exhorto a todos a hacer de la vida un teatro”, decía Jean Genet.
Y de hecho, querámoslo o no, en este mundo cada uno de nosotros se pone a representar un papel. Quiere uno dejar de ser criatura para convertirse en personaje porque el personaje sí sobrevive, sí tiene un cierto papel reservado en la eternidad. Y obviamente los políticos no son una excepción. Son como cualquier ser humano, viven entre la realidad y el deseo. Tienen sueños y se hacen ilusiones como cualquier niño. (Trabajar poco, por ejemplo, y ganar mucho.) Y eso lo sabía muy bien Luigi Pirandello (novelista, dramaturgo, cuentista, premio Nobel de 1936), que dedicó toda su obra a esta paradoja. Su recurrente idea es que el personaje es un ser más vivo que los seres que visten y calzan. A lo mejor es menos real, pero es más verdadero, porque la naturaleza se sirve de la fantasía de los escritores para proseguir su obra de creación. Quien nace de la actividad creadora, que se gesta en la imaginación humana, siente que la naturaleza “lo destina a una vida muy superior a la de quien nace del vientre mortal de una mujer”. Y, como decíamos, los políticos no pueden ser la excepción. Antes al contrario: el político se inventa como personaje.
Entre más fingen, entre mejor mienten, mejores políticos pueden ser. (¿No hemos oído hasta la saciedad este año las mentiras de Bush y de Tony Blair?) Su capacidad histriónica está a la orden del día sobre todo en los momentos de campaña electoral cuando de lo que se trata es de venderse, de vender una idea o un proyecto. Si es necesario fingir, aparentar, y si gobernar es hacer creer, entonces el trabajo del político es tan delicado como el del actor.
En un texto clásico que leen todos los estudiantes de teatro y que se pasan la vida leyendo porque resulta muy fecundo en ideas (La paradoja del comediante, de Denis Diderot) se lee que los afanes del actor son los mismos del político e iguales a los del escritor: el propósito de todos ellos es establecer la verosimilitud, lo importante es que les crean. Lo importante es la credibilidad, uno de los misterios más sutiles de la política, Cuando se pierde, como la virginidad, no hay manera de recuperarla.
Es el problema del desdoblamiento. Cuando el actor —o la criatura: el ser humano en toda su desnudez— pasa a ser personaje tiene acceso a otra dimensión y se pierde en ella. Según Diderot es más creíble el fingimiento que al sinceridad:
“Los comediantes impresionan al público no cuando está furiosos sino cuando fingen perfectamente el furor. En los tribunales, en las asambleas, en todos los sitios en los que se quiere dominar los ánimos, se finge ya la ira, ya el tenor, ya la piedad, para producir en el auditorio esos distintos sentimientos. Lo que no logra una pasión efectiva lo consigue una pasión bien imitada.”
En eso consiste la aparente contradicción —es decir: la paradoja— del actor. Una persona puede estar sintiendo mucho y no poder expresarlo. Puede producir risa. Por ejemplo, un actor se suicida en el escenario. Se suicida de verdad (se acuchilla y brota la sangre) y entonces produce risa entre los espectadores. En cambio, el buen actor finge que se suicida. Y entonces el público llora.
Si Nicolás Maquiavelo es el padre involuntario de la propaganda moderna es porque recomienda fingir. En El Príncipe, que sólo pudo ser escrito por un italiano (tan perecido, por cierto, al mexicano, por su ambigüedad y su talento para mentir) desentrañamos toda una disquisición sobre el ser y el parecer. Sobre la apariencia. El gobernante puede ser infiel a sus camaradas y a sus compromisos —puede no cumplir con la palabra empeñada— pero tiene que hacer todo lo posible por parecer fiel. Lo que importa es la apariencia, el vestido, la corbata, el hábito. Tener el poder también consiste en aparentar tenerlo, aunque, por ejemplo, no se hayan ganado las elecciones (el caso histórico de Salinas). Por eso, a una menor legitimidad corresponde una mayor propaganda.
No es necesario que un presidente posea ciertas cualidades —la tolerancia, la paciencia, la lealtad, la generosidad–, pero es muy necesario que parezca tenerlas. No basta ser torero, hay que parecerlo. Fabricar esa imagen es el trabajo de sus propagandistas, pues “los hombres en general”, escribe Maquiavelo, “juzgan más por los ojos que por las manos, ya que a todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que pareces, pocos palpan lo que eres”, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias [de la televisión] y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo”.
Con no poca astucia tiene que moverse el político, como en la cuerda floja de los cirqueros, entre el discurso de la verdad y el de la mentira. El poder no funciona sin teatralidad.

Pinter y el personaje

Muchas veces, sin saberlo, el espectador ha estado frente al trabajo de Harold Pinter, el escritor inglés al que le acaban de otorgar el premio Nobel de Literatura. Y ese contacto de casi todos nosotros con Pinter se ha dado en el cine, pues ha sido el sagaz guionista de La mujer del teniente francés, El sirviente, El memorandum Quiller, El mensajero, Accidente. También adaptó para la gran pantalla la novela de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, pero no llegó a filmarse (tal vez por ser demasiado literaria).
Ahora, con la concesión del Nobel, están llegando sus obras a las librerías, en su mayor parte traducidas en Argentina. Y no son difíciles de leer ni de imaginar. Todo lo contrario: son una delicia por la calidad y la tensión de los diálogos, elaborados tan sutilmente que traducen, entre una pausa y otra, todos los giros emocionales del pensamiento.


1. En Voces de familia, el drama radiofónico que escribió Harold Pinter en 1981, los personajes o las “voces” comparten una ambigüedad espacial: no se encuentran frente a frente como en el escenario de un teatro: Harold Pinter sabe que el espacio de la radio es infinito, y puede ubicar a un personaje Nueva Delhi o en Londres, a otro en Tahití o en Nueva York, y hacer que se relacionen entre sí incluso sin que compartan el mismo tiempo o el mismo lugar. Puede uno hablar en 1617 y el otro contestarle en 1943. El tiempo y la distancia se cancelan.
Las voces de la madre, del hijo, del padre, no se intercambian en parlamentos breves; se trata de prolongadas emisiones de la voz, párrafos que a un tiempo son el flujo de un monólogo interior o el cuento ensimismado de un personaje que se habla a sí mismo o se expresa como quien redacta una carta personal.
A esta obra dramática comparecen los protagonistas del drama familiar. El padre, como el fantasma de Hamlet, o los muertos que hablan en Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo en la que todos están muertos, se dirige a su hijo desde un más allá que no se sabe si es el de la muerte o el de una ciudad lejana y etérea.
A medida que va adquiriendo densidad, Voces de familia se dispara hacia diferentes direcciones gracias a su ambigüedad significativa y en una de esas vertientes podría interpretarse como un mundo mental —dado en la oscuridad “onírica” de la radio— y emocional en el que las voces de los padres son las que nos han enseñado a nombrar las cosas y a hacernos una composición de lugar durante los primeros años de nuestra efímera estancia en este mundo. Las voces de los padres son las de nuestros ancestros, las ideas de los demás, los discursos ajenos que todos traemos dentro (el discurso del otro), la impronta del pasado, los gritos de las tribus más remotas, es decir: las voces del inconsciente. Nuestros padres siguen hablando en nosotros.




2. El teatro tradicional exigía que, para entender sus motivaciones, el dramaturgo tenía que establecer muy bien los antecedentes de sus personajes: de dónde venían, quiénes eran sus padres, si eran solteros o casados, si eran del país o extranjeros. Para “caracterizar” al personaje, el autor estaba obligado a revelar algunos datos biográficos o familiares de quien hacía o decía tal o cual cosa en el escenario.
Sin embargo, Harold Pinter terminó con este prejuicio. Explicó que “si dos hombres se pelean en la calle, no necesito saber quiénes son ellos para presenciar y entender una situación dramática”. Y lo mismo puede experimentar cualquier persona que se topa con un pleito a la vuelta de la esquina. No necesita conocer la biografía de los protagonistas para sentir miedo o cualquiera otra emoción. El autor, en el renovador caso de Pinter, renuncia a la omnisciencia. Ya no está en todas partes o en ninguna.
Tal vez Harold Pinter sea uno de esos dramaturgos cuyas obras no se acaban de entender del todo si no se consideran, en conjunto y por separado, sus primeras piezas dramáticas, su evolución. Es muy difícil captar la ironía, la ambigüedad, el humor de Pinter. Si no se le contempla, por ejemplo, desde La habitación. También el dramaturgo y poeta inglés ha venido a reiterar que para ser un buen autor de teatro hay que haber tenido antes experiencia en el escenario, como actor precisamente.
Después del estreno de Fiesta de cumpleaños (el 28 de abril de 1958 en el Arts Theatre de Cambridge) una señora del público se quejaba de que no había entendido nada de la obra y, para mitigar un poco su frustración, le escribió una carta a Pinter:
“Muy señor mío. Le agradecería mucho que tuviera usted la amabilidad de explicarme el significado de su más reciente obra Fiesta de cumpleaños. Estos son los puntos que definitivamente no entiendo:
“1. ¿Quiénes son los dos hombres?
“2. ¿De dónde salió Stanley?
“3. ¿Se supone que todos son normales?
“Se dará usted cuenta de que si no tengo respuesta a estas preguntas no podré entender bien su obra.”
Pinter, en efecto, le contestó con otra carta:
“Querida señora:
“Le agradecería mucho que tuviera usted la amabilidad de explicarme el significado de su carta. Estos son los puntos que definitivamente no entiendo:
“¿Quién es usted?
“¿De dónde salió usted?
“¿Se supone que es usted normal?
“Se dará cuenta de que si no tengo respuesta a estas preguntas no podré entender bien su carta.”

Los Justos de Camus



Una idea puede matar a un duque,
pero difícilmente llega a matar niños.

—Albert Camus



En un arco que va de 1905 a nuestro fatídico año 2002, en cosa de 97 años, el dilema del terrorismo anarquista del siglo XIX parece haberse resuelto. Para nada le tiemblan las manos al terrorista del siglo XXI si hay niños de por medio. Tampoco titubea el gobernante —como Putin, como Bush, como Sharon— si lo que importa por encima de todas las vidas es la "razón de Estado". ¿Por qué es menos terrorista el cobarde piloto de un jet que arroja sin ver ni oír las bombas sobre la población civil que el suicida que las coloca en un mercado?
Los acontecimientos del 26 de octubre de 2002 en el teatro Dubrovka de Moscú plantearon de nuevo, por su desenlace trágico y su espectacularidad, la impotencia de todo intento por entender los pormenores del drama: el conflicto entre un Estado que no se permite ceder y la "menos mala de las soluciones" que tuvo como saldo 118 rehenes y 50 chechenos muertos. Cerca de 650 personas fueron internadas en los hospitales, 150 quedaron en cuidados intensivos y 45 muy graves. Sólo dos murieron por bala. El resto, por los efectos de un arma química secreta.
Pudo haber sido cualquier otro día, porque en los años que llevamos del siglo los actos terroristas se repiten como nunca antes en la historia, pero justamente durante ese fin de semana moscovita el director de teatro Ludvik Margules estaba dejando a punto, aquí en México, su puesta en escena de Los justos, la obra de Albert Camus (estrenada en París en 1949) que trata sobre el terrorismo.
La obra versa sobre el asesinato el 2 de febrero de 1905 del Gran Duque Sergio, en medio de un intenso frío, a manos de un grupo de anarquistas. La información que inspiró a Camus procede de Memorias de un terrorista llamado Boris Sawinow y puede conocerse en detalle en Política y delito, el libro de Hans Magnus Enzensberger. Allí, el escritor alemán desarrolla dos capítulos sobre los "soñadores del absoluto" y hace la historia de los primeros brotes terroristas en San Petersburgo desde 1862, 1883, 1894, 1898, 1900, 1901, 1903 hasta 1905 contra los jefes de Estado, entre los que se contaron el presidente francés, la emperatriz Isabel de Austria, el rey Umberto de Italia, el emperador alemán, el presidente estadounidense MacKinley, el rey Alejandro I de Servia y el Gran Duque Sergio, hijo y consejero del asesinado zar Alejandro II.
"Es suficiente un tal soñador, un desconocido entre la multitud, para aterrorizar a todos los poderosos de este mundo", dice Enzensberger.
La estupenda interpretación que Margules y su grupo de actores hacen de Los justos, de Albert Camus, en el Foro Teatro Contemporáneo (Jalapa 121, colonia Roma) está hecha desde nuestro tiempo y difiere de la que tuvo la obra en 1949. Todo está reducido al mínimo: no hay escenario sino un muro. Los personajes se manifiestan y construyen por sus palabras y por su vestuario. Y actúan a no más de dos metros de distancia de un público que no excede los cuarenta espectadores, como si la cercanía de los expresivos rostros, su aliento, sus jadeos, fuera la de un acercamiento cinematográfico. Esta íntima relación entre público y actores la había ya ensayado Margules en De la vida de las marionetas, de Ingmar Bergman, en 1983.
La versión de Margules es mucho más cruda que la de Camus, por mucho que respete el texto del argelino. Y no podía ser de otra manera porque, como los libros, las obras de teatro cambian según los actores, los espectadores, el tiempo histórico en que se interpretan. Su escepticismo está obviamente marcado por su biografía personal (Margules nació en Polonia a principios de los años 30) y por la experiencia de nuestra época: el desvanecimiento de la esperanza socialista, el totalitarismo de Stalin, el fracaso político de la URSS y los países del Este europeo, la eclosión devastadora del nazismo, el exterminio de los judíos, las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, las matanzas políticas en Latinoamérica, el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, los frecuentes bombazos en Israel.
De principio a fin se respetan las palabras y la estructura de Camus, pero más allá del pentagrama de los parlamentos el tono y el énfasis de Arturo Beristain, Emma Dib, Claudia Lobo, Luis Rábago, Rodolfo Arias, Carlos Ortega, Rodrigo Vázquez y Christian Baumgartner, atenúan el sentimentalismo y el romanticismo inocente que parece redimir, así sea muy en el fondo, a los "delicados" protagonistas de Camus. Porque los terroristas de aquella época evocada vacilan, se detienen, se cuestionan: "¿Se vale también matar niños"?", se pregunta uno de los metafísicos del terror.
Pero la historia sabe, como dice Borges. El "viejo topo" del anarquismo bakuniano ha resucitado con más mañas y menos escrúpulos en nuestros días. Y el bombazo va al montón: hombres y mujeres, niños y ancianos, en decenas, en cientos, en miles.
En esta puesta mexicana y en español se diluye la paradoja del terrorista: "¡Matamos para construir un mundo en el que nadie mate más! Aceptamos ser criminales para que la tierra se cubra por fin de inocentes." Y queda otro mal sabor: el de la mentalidad totalitaria que se engendró en el anarquismo decimonónico y que, ahora con otras muecas y otras nacionalidades, refrenda hasta la náusea la radical autodestructividad del hombre, su intolerancia y su absolutismo excluyente. Porque el problema sigue siendo el ser humano, que no tiene remedio ni puede salir del pozo, bañado de sangre. Así ha sido en el pasado, así está sucediendo hoy en día, aquí y ahora. ¿Quién podría garantizar que no seguirá siendo del mismo modo en el año 2093, cuando previsiblemente los seres humanos se seguirán matando entre sí?

El teatro estadounidense

Cuando en 1995 Robert Potter presentó el primer tomo de Teatro norteamericano contemporáneo, publicado por Ediciones El Milagro, recordaba que en la historia de los Estados Unidos sus antepasados puritanos tendían a desaprobar el mero ejercicio de las artes porque las sentían frívolas o diabólicas. Y por lo mismo, por esa no del todo diluida tradición, en la cultura de las clases medias aún rezuma una cierta desconfianza hacia las expresiones artísticas y los políticos conservadores acrecientan su clientela cuando tildan de blasfemos o de obscenos a los artistas.
Contra todas esas resistencias ha tenido que bregar el teatro estadounidense, pero poco a poco, con el correr de los años y el talento de sus autores, ha sabido irse imponiendo, aparte de que ha refrendado su prestigio la recepción que el teatro y otras expresiones artísticas (como el jazz, por ejemplo, que a veces ha sido más apreciado en Tokio en Copenague) han tenido en otros países. De hecho, y en lo que toca específicamente al teatro, muchas de las representaciones más notables de obras norteamericanas se han dado en el extranjero, de las la comedias musicales, por ejemplo, o las obras de Arthur Miller, Tennessee Williams, Eugene O’Oneill o Edward Albee, que se han montado en Londres a veces con mayor fortuna que en Nueva York. Y así puede ya contarse más de una generación de espectadores que han conocido el “Optimismo suicida”, como le dice Robert Potter, de la trágica figura del padre en Muerte de un agente viajero; la hermana perturbada y perturbadora, disolvente y desequilibrada, de Tennessee Williams en El zoológico de cristal, y la atormentada confrontación entre padres e hijos en Largo viaje de un día hacia la noche, de Eugene O’Neill.
Por eso, pensando en el hecho de que las obras de raigambre norteamericana funcionan perfectamente ante públicos de otras lenguas, Robert Potter valora esta antología hecha en México del teatro norteamericano, como un indicio más de entendimiento de “nuestra producción teatral desde una perspectiva externa”. El hecho de que se dé a conocer al público de lengua española lo aprecia doblemente, y lo agradece, porque reconoce que en su país el español es ya, fuera de toda duda, la segunda lengua que se habla y por tanto estas versiones también podrían ser representadas allá, en su propio país.
Más que en ninguna otra esfera de expresividad artística la del teatro probablemente es aquella en la que más repercute la realidad más descarnada, los más turbulentos conflictos de la sociedad, y la contradicción de valores y creencias que van entrando en juego de una generación a otra. La experiencia, por otra parte, se da entre actores y espectadores vivos durante un momento irrepetible.
En la sociedad norteamericana hay un arco que va de la década de los años 60 a la de los 90. Hay la irrupción de los medios audiovisuales. Ante las puestas convencionales preocupadas por la aceptación en taquilla, muchos dramaturgos y actores marcan su distancia de Broadway (en Nueva York) y buscan espacios para un teatro probablemente más pobre desde el punto de vista de la producción pero más audaz y propositivo hacia el sur de Mahnattan, en los escenarios más reducidos del llamado off-Broadway.
Contra lo que pudiera pensarse, la gran expansión tecnológica de los medios masivos de comunicación excluyó al teatro tanto como lo soslayó la industria norteamericana de entretenimiento de los años 70 y 80, pero con todo, lejos de ser una tragedia económica, obró en beneficio del arte. Tal vez perdió el teatro como gran negocio, pero salió ganando en sus posibilidades de imaginación y de libertad. Se convirtió en un arte marginal, dice Robert Potter, menos popular que le televisión y el cine. Pero también más alejado del control de las grandes corporaciones. El epicentro, pues, se desplazó de la calle 42 y otras confluentes de Broadway y buscó casa en el Greenwich Village u otros rincones que, como se decía antes, constituyeron el off-Broadway y el off-off-Broadway.
“Su marginalidad ha contribuido a preservar su independencia y le ha permitido jugar un papel visionario, como una forma de arte público dispuesto a examinar, con determinación, los mitos y las realidades norteamericanas.”
En esos ámbitos se movió el joven Sam Shepard que llegó a Nueva York hacia 1966 y conoció el gran momento del teatro Off-Broadway y las obras de grandes dramaturgos como Edward Albee y LeRoi Jones, así como el florecimiento de aquellos lugares tan célebres como el Café La Mama y el Caffe Cino.
De Sam Shepard se incluye aquí una obra de 1978, El niño enterrado, que reescribió para su reposición en Nueva York en 1996. En el fondo de ésta y otras obras suyas, como Loco de amor y Verdadero Oeste, está la familia norteamericana, y la no muy feliz relación entre el hijo y el padre.
La relación de odio y amor entre padre e hijo tal vez esté más clara en otra pieza, Mentiras de la mente, donde Jake pretende que su madre extraiga literalmente la urna con las cenizas de su padre, rehabilitándolo grotescamente e imponiendo su presencia espectral e incancelable.
“En Loco de amor”, dice Claudio Gorlier, “el padre se asoma con creciente urgencia, demiurgo implacable e invisible titiritero, que reaparece transformado en objeto insuprimible de la memoria”. Probablemente en ninguna otra obra de Shepard el padre encarnado comparezca con tanta gravedad, hablando desde el más allá de la muerte, como entre sueños. Dado que en el teatro de Shepard el espacio es más emocional que físico, los planos se rompen, “Loco de amor va teniendo lugar tanto dentro de los sentimientos de los personajes como en los confines del escenario. Las escenas con el padre, por ejemplo, no son repentinos brincos a la fantasía (como si fueran secuencias de sueños) sino que están presentes en el espacio tanto como lo están en el tiempo”, escribe Ross Wetzsteon.
Más joven que Shepard, David Mamet (Chicago, 1947) se hizo como dramaturgo en los escenarios marginales y experimentales de Chicago a finales de los años 60. Un país de salvajes es el que parece retratar, la lucha despiadada por la sobrevivencia, como una batalla brutal en la que sólo sobreviven los más despiadados personajes, particularmente en Glengarry Glen Ross, donde se parten el alma unos vendedores de bienes raíces. Pero antes, en sus primeros intentos, David Mamet alcanzó a plasmar ciertos cambios de valores y oros despertares de la época en Perversidad sexual en Chicago. Más tarde acometió, alrededor de lo “políticamente correcto”, las proliferaciones ideológicas del medio universitario en Oleanna.
“Sus obras nunca son frías” dice Robert Potter. "Bullen con la energía furiosa de la competencia, los juegos mentales y un mordaz combate lingüístico." Y esa reticencia, esos diálogos abundantes en omisiones y sobreentendidos que van componiendo la situación en Criptograma, incluida en esta antología, es la que más acerca de David Mamet a uno de sus autores más venerados, Harold Pinter.
La antología, preparada por David Olguín, reúne —aparte de Shepard y Mamet— obras de Edward Albee, Barry Clifford, Hon Jesurun y Paul Vogel, pero tal vez sobresalga por su importancia Ángeles en América, de Tony Kushner “la obra más sorprendente y ambiciosa de los 90”. Su contexto es la epidemia del Sida que empezó a extenderse a principios de los años ochenta, pero también versa sobre las luchas personales que en diferentes campos libran personajes diversos, mientras Tony Kushner elabora su “épica escéptica” con “pasión política, disparates, ira satírica, ingenio e ironía, misticismo, terror y éxtasis”.

El día que me confundieron con Marlon Brando




[De madre irlandesa y padre
alsaciano francés, Marlon Brando
debe su nombre artístico al apellido
de su abuelo paterno: Brandeaux.]


El problema de la identidad personal va y vuelve como tema literario y no es otro, por cierto, el asunto de la más reciente novela de Hugo Hiriart, El actor se prepara. ¿Quién soy yo para los demás? ¿Cómo me ven los otros? Prácticamente todo el teatro y toda la narrativa del siciliano Luigi Pirandello gira en torno a esta crucial cuestión. Por eso, piensa Pirandello, la verdad no puede conocerse: porque no es posible saber lo que piensa el otro. Nunca podremos penetrar en el ámbito de la mente ajena.
No es posible que haya en esta vida un personaje como el actor, el hombre de teatro, el comediante, la actriz, que mejor encarne el dilema de la identidad personal. Sobre todo cuando la distinción entre la ilusión y la vida es muy tenue. Sobre todo cuando no es fácil trazar la raya fronteriza entre la realidad y la ficción. Ya sabemos, y lo sabían mejor los clásicos como Shakespeare y Calderón de la Barca, no sólo que en el fondo la vida es sueño y que el mundo es un escenario en el que cada uno de nosotros escoge y representa un papel. ¿Pero qué pasa cuando ya representamos todos los papeles, nuestra vida se ha alargado, y quedamos desnudos en cuerpo y alma frente a las estrellas y el cosmos, como el personaje de Hugo Hiriart?
Por eso tenemos a lo largo de la vida una relación peculiar con los actores. Nos sentimos sus amigos. Los queremos. Son los representantes simbólicos de nuestra identidad personal. Envejecemos con ellos. Fuimos jóvenes y empezamos a dejar de serlo con ellos, en su compañía, como si hubieran sido nuestros íntimos. Los conocemos y tendemos a olvidar que ellos no nos conocen. Y uno los escoge, más con el corazón que con la razón. Uno se proyecta en ellos con toda su biografía personal, sus fantasías, sus imaginaciones acerca de cómo a uno le gustaría ser visto por los demás. Y va viendo en ellos, con el paso del tiempo, el deterioro de su propia vida… la vida que no volverá.
Más que al Brando de Nido de ratas, el boxeador excluido y de veinte años y con las cejas cortadas, uno se asemeja más al gordo panzón y calvo de setenta y tantos años que, en una madrugada de Beverly Hills, recoge las hamburguesas de MacDonalds que le arrojan tras la verja porque no puede dejar de comer, comer, comer. Otros, Alain Delon (que ahora anda haciendo el papel del viejo comisario Maigret, la entrañable criatura de Simenon), Jack Nicholson, Al Pacino, Robert de Niro, Harvey Keitel, Willem Dafoe, Gian Maria Volonte, Sean Penn, han sido nuestros contemporáneos y podemos decir que los conocemos íntimamente. Y que nos han acompañado. Por eso en el caso de Marlon Brando su salida del escenario nos ha hecho sentir una enorme oquedad.
Era una animal histriónico, en el sentido en que se dice "animal político". Llevaba el teatro en la sangre. Era un actor nato. El mejor de nuestro tiempo. Todo su modo de ser está en un reportaje de 1956, en el "retrato" que de él bosquejó Truman Capote cuando Brando filmaba Sayonara en Tokio. Ya era un comelón y un cogelón. Ya tenía remordimientos sociales, enojo por la injusticia, repugnancia por los simuladores. Brando recuerda la famosa escena de Nido de ratas, la que tiene Terry (MB) con su hermano Charley (Rod Steiger) en el carro. "Me fallaste Charlie. No me defendiste, y eras mi hermano mayor. Pude haber sido un contendiente. Y mira el vago que soy."
Terry: It was you, Charley. You was my brother. You should of looked for me. Instead of making me take them dives for the short end money.
Charley: I always had a bet down for you. You saw some money.
Terry: (agonized). See! You don't understand! I could've been a contender. I could've had class and been somebody. Real class. Instead of a bum. It was you, Charley.
Recuerda también allí, frente a Capote, las figuras de sus padres en Nueva York, festejando con él el estreno exitosísimo de Un tranvía llamado deseo. Una pareja de guapos sus padres, él y ella, aparentemente muy estables, nada que ver con el padre iracundo y violento ni con la madre alcohólica que en una improvisación, en un soliloquio histórico y personal, refiriéndose a su propia vida (no a la del personaje) Marlon Brando actúa en Último tanto en París, en 1972, la película en la que Bernardo Bertolucci lo soltó a la habitación desnuda de su encuentro nupcial y de su monólogo interior.
Pero detestaba el teatro. No tenía el menor respeto por la profesión del actor. Por eso dilapidó muchos años de su vida sin actuar verdaderamente. Y es que en el fondo al que no quería era a sí mismo. Nunca dejó de ser el niño abandonado en Omaha, el rostro del pavor infantil en las madrugadas de alcohol y terror, el muchacho al que nunca se le autorizó el triunfo, la felicidad y la paz.
Por eso me acordé ahora de un amigo mío (mi otro yo, el que yo era a los 28 años y en 1969) que nunca alcanzó a escribir su novela El día en que me confundieron con Marlon Brando.
Y era verdad. Empezaba a quedarme ligeramente calvo. No era de noche ni de día en Park Avenue. Llevaba abrigo de lana y la noche neoyorkina amenazaba con ser muy fría. El chofer del taxi, un muchacho negro, me miraba a cada rato por el espejo retrovisor. O de plano giraba la vista por encima del hombro hacia atrás. Varias cuadras más arriba, cerca de Gran Central Station, le pasé al taxista un billete de diez dólares y me puse a esperar el cambio con un pie afuera del carro. El chofer me regresó dos dólares y me dijo:
—Excuse me. You're not Marlon Brando, are you?
—No —le contesté—. I am not.



Actor y escritor

Fernando Balzaretti solía decir que la actuación se acerca mucho a la experiencia del escritor.
—El actor –decía‑ trabaja como un novelista porque inventa y construye personajes.
Es posible que tal sea el caso de Sam Shepard, el dramaturgo más importante ahora en Estados Unidos y que seguramente es más conocido como actor. Hizo el papel del aviador Yager en Los que hay que tener, la historia de un piloto de pruebas a finales de los años 40.
Actor y escritor, lo cierto es que Shepard ha diseccionado el drama de la familia y la infelicidad norteamericanas, especialmente en Verdadero Oeste y El niño enterrado.
Si en otros narradores norteamericanos es menos perceptible la figura del padre alcohólico, en el caso concreto de Sam Shepard pueden discernirse incluso los lazos entre la memoria y el fantasma del padre: tanto en una pieza dramática como Loco de amor como en sus cuentos recogidos en dos volúmenes: Crónicas de motel y Cruzando el paraíso. La referencia al padre es más que recurrente: es un motivo de señalamiento constante, un cable a tierra, a veces una obsesión emparentada con ese centro de irradiación proliferante que representa el padre en la obra de algunos grandes escritores, como Franz Kafka y Juan Rulfo.
En Crónicas de motel (editorial Anagrama), paisajes y retratos ubicados en el suroeste norteamericano, entre Nuevo México, Arizona y California, Shepard se constriñe a lo indispensable descriptivo, a historias apenas esbozadas, fragmentos de autoficción intencionadamente truncos. Por ahí aparece el padre en persona y en personaje, con chamarra de aviador de la segunda guerra y sus pantalones khakis y su herida de guerra en la nuca y su botella de whisky.
Todo en el viejo piloto bombardero de B54 sugiere la proyección de la mirada filial. Nombrar al padre es quererlo: percibir su ternura, no juzgar su alcoholismo, sonreír. El viejo acumula memoria en su colección de discos que guarda alineada, “coleccionando polvo de Nuevo México”. “Mi Papá tiene una foto de una señorita española completamente cubierta de nata batida.”
La memoria del viejo está en todas partes, en las paredes cubiertas de imágenes, de pasado, en recortes de revistas, en la concreción por excelencia del tiempo detenido: la fotografía. Y su colección de bachas de cigarro metidas en una caja de café Yuban habla asimismo de un modo de estar en la última edad.
“Se gastó en Bourbon todo lo que le di para comida. Llenó el refrigerador de botellas. Se hizo cortar el pelo a la cepillo, como un piloto de caza de la Segunda Guerra Mundial. Sonreía satisfecho cada vez que se pasaba la mano por los tiesos pelos. Dijo que se lo cortaban así para que les encajasen bien los cascos. Me enseñó las cicatrices de la metralla, que aún se le notan en la base del cuello.”
“Siempre que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras, mi papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de la metralla que tenía en la nuca.”
“Mencionaba los B54 en un tono sombrío, casi religioso. Sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número: B54.”
Es la memoria del padre, no del hijo. Sin embargo, el narrador (alter ego de Shepard) desliza un comentario:
“Me sorprende la nostalgia que siento por épocas que apenas sí recuerdo bien. Nunca pienso en mi experiencia de los años cuarenta. Los años cuarenta están reservados para la generación de mis padres y para pilotos con chamarra de cuero y cuello de piel, que sonríen desde la cabina de sus aviones.”
En los cuentos de Cruzando el paraíso —que en su edición primera (editorial Anagrama) lleva como portada una fotografía de Manuel Álvarez Bravo—, el lector se topa con un epígrafe de Juan Rulfo, unas líneas de “El llano en lamas” alusivas a la paternidad, aquel famoso diálogo sobre el reconocimiento de un hijo, el Pichón. Ahora sí, transmutado en personaje, transferida de criatura en personaje, el padre no es el de la autoficción sino el de la mentira literaria, un padre alcohólico cuyos desfiguros van dando su condición patética. O al menos es ésa la imagen del padre que está en “El auténtico Gabby Hayes”, “Cruzando el paraíso”, y “Un pequeño círculo de amigos”. El padre que dispara con una 22 a unas latas de cerveza en el desierto, el padre que destroza una habitación, el padre que muere carbonizado en una cama de hotel.
La relación de odio y amor entre padre e hijo tal vez esté más clara en una obra de teatro, donde Shepard se emplea más a fondo, como Mentiras de la mente, donde Jake pretende que su madre extraiga literalmente la urna con las cenizas de su padre, rehabilitándolo grotescamente e imponiendo su presencia espectral e incancelable.
“En Loco de amor”, dice Claudio Gorlier, “el padre se asoma con creciente urgencia, demiurgo implacable e invisible titiritero, que reaparece transformado en objeto insuprimible de la memoria”. Probablemente en ninguna otra obra de Shepard el padre encarnado comparezca con tanta gravedad, hablando desde el más allá de la muerte, como entre sueños. Dado que en el teatro de Shepard el espacio es más emocional que físico, los planos se rompen, “Loco de amor va teniendo lugar tanto dentro de los sentimientos de los personajes como en los confines del escenario. Las escenas con el padre, por ejemplo, no son repentinos brincos a la fantasía (como si fueran secuencias de sueños) sino que están presentes en el espacio tanto como lo están en el tiempo”, escribe Ross Wetzsteon.