Saturday, February 04, 2006

Los Justos de Camus



Una idea puede matar a un duque,
pero difícilmente llega a matar niños.

—Albert Camus



En un arco que va de 1905 a nuestro fatídico año 2002, en cosa de 97 años, el dilema del terrorismo anarquista del siglo XIX parece haberse resuelto. Para nada le tiemblan las manos al terrorista del siglo XXI si hay niños de por medio. Tampoco titubea el gobernante —como Putin, como Bush, como Sharon— si lo que importa por encima de todas las vidas es la "razón de Estado". ¿Por qué es menos terrorista el cobarde piloto de un jet que arroja sin ver ni oír las bombas sobre la población civil que el suicida que las coloca en un mercado?
Los acontecimientos del 26 de octubre de 2002 en el teatro Dubrovka de Moscú plantearon de nuevo, por su desenlace trágico y su espectacularidad, la impotencia de todo intento por entender los pormenores del drama: el conflicto entre un Estado que no se permite ceder y la "menos mala de las soluciones" que tuvo como saldo 118 rehenes y 50 chechenos muertos. Cerca de 650 personas fueron internadas en los hospitales, 150 quedaron en cuidados intensivos y 45 muy graves. Sólo dos murieron por bala. El resto, por los efectos de un arma química secreta.
Pudo haber sido cualquier otro día, porque en los años que llevamos del siglo los actos terroristas se repiten como nunca antes en la historia, pero justamente durante ese fin de semana moscovita el director de teatro Ludvik Margules estaba dejando a punto, aquí en México, su puesta en escena de Los justos, la obra de Albert Camus (estrenada en París en 1949) que trata sobre el terrorismo.
La obra versa sobre el asesinato el 2 de febrero de 1905 del Gran Duque Sergio, en medio de un intenso frío, a manos de un grupo de anarquistas. La información que inspiró a Camus procede de Memorias de un terrorista llamado Boris Sawinow y puede conocerse en detalle en Política y delito, el libro de Hans Magnus Enzensberger. Allí, el escritor alemán desarrolla dos capítulos sobre los "soñadores del absoluto" y hace la historia de los primeros brotes terroristas en San Petersburgo desde 1862, 1883, 1894, 1898, 1900, 1901, 1903 hasta 1905 contra los jefes de Estado, entre los que se contaron el presidente francés, la emperatriz Isabel de Austria, el rey Umberto de Italia, el emperador alemán, el presidente estadounidense MacKinley, el rey Alejandro I de Servia y el Gran Duque Sergio, hijo y consejero del asesinado zar Alejandro II.
"Es suficiente un tal soñador, un desconocido entre la multitud, para aterrorizar a todos los poderosos de este mundo", dice Enzensberger.
La estupenda interpretación que Margules y su grupo de actores hacen de Los justos, de Albert Camus, en el Foro Teatro Contemporáneo (Jalapa 121, colonia Roma) está hecha desde nuestro tiempo y difiere de la que tuvo la obra en 1949. Todo está reducido al mínimo: no hay escenario sino un muro. Los personajes se manifiestan y construyen por sus palabras y por su vestuario. Y actúan a no más de dos metros de distancia de un público que no excede los cuarenta espectadores, como si la cercanía de los expresivos rostros, su aliento, sus jadeos, fuera la de un acercamiento cinematográfico. Esta íntima relación entre público y actores la había ya ensayado Margules en De la vida de las marionetas, de Ingmar Bergman, en 1983.
La versión de Margules es mucho más cruda que la de Camus, por mucho que respete el texto del argelino. Y no podía ser de otra manera porque, como los libros, las obras de teatro cambian según los actores, los espectadores, el tiempo histórico en que se interpretan. Su escepticismo está obviamente marcado por su biografía personal (Margules nació en Polonia a principios de los años 30) y por la experiencia de nuestra época: el desvanecimiento de la esperanza socialista, el totalitarismo de Stalin, el fracaso político de la URSS y los países del Este europeo, la eclosión devastadora del nazismo, el exterminio de los judíos, las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, las matanzas políticas en Latinoamérica, el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, los frecuentes bombazos en Israel.
De principio a fin se respetan las palabras y la estructura de Camus, pero más allá del pentagrama de los parlamentos el tono y el énfasis de Arturo Beristain, Emma Dib, Claudia Lobo, Luis Rábago, Rodolfo Arias, Carlos Ortega, Rodrigo Vázquez y Christian Baumgartner, atenúan el sentimentalismo y el romanticismo inocente que parece redimir, así sea muy en el fondo, a los "delicados" protagonistas de Camus. Porque los terroristas de aquella época evocada vacilan, se detienen, se cuestionan: "¿Se vale también matar niños"?", se pregunta uno de los metafísicos del terror.
Pero la historia sabe, como dice Borges. El "viejo topo" del anarquismo bakuniano ha resucitado con más mañas y menos escrúpulos en nuestros días. Y el bombazo va al montón: hombres y mujeres, niños y ancianos, en decenas, en cientos, en miles.
En esta puesta mexicana y en español se diluye la paradoja del terrorista: "¡Matamos para construir un mundo en el que nadie mate más! Aceptamos ser criminales para que la tierra se cubra por fin de inocentes." Y queda otro mal sabor: el de la mentalidad totalitaria que se engendró en el anarquismo decimonónico y que, ahora con otras muecas y otras nacionalidades, refrenda hasta la náusea la radical autodestructividad del hombre, su intolerancia y su absolutismo excluyente. Porque el problema sigue siendo el ser humano, que no tiene remedio ni puede salir del pozo, bañado de sangre. Así ha sido en el pasado, así está sucediendo hoy en día, aquí y ahora. ¿Quién podría garantizar que no seguirá siendo del mismo modo en el año 2093, cuando previsiblemente los seres humanos se seguirán matando entre sí?

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