Saturday, February 04, 2006

Actor y escritor

Fernando Balzaretti solía decir que la actuación se acerca mucho a la experiencia del escritor.
—El actor –decía‑ trabaja como un novelista porque inventa y construye personajes.
Es posible que tal sea el caso de Sam Shepard, el dramaturgo más importante ahora en Estados Unidos y que seguramente es más conocido como actor. Hizo el papel del aviador Yager en Los que hay que tener, la historia de un piloto de pruebas a finales de los años 40.
Actor y escritor, lo cierto es que Shepard ha diseccionado el drama de la familia y la infelicidad norteamericanas, especialmente en Verdadero Oeste y El niño enterrado.
Si en otros narradores norteamericanos es menos perceptible la figura del padre alcohólico, en el caso concreto de Sam Shepard pueden discernirse incluso los lazos entre la memoria y el fantasma del padre: tanto en una pieza dramática como Loco de amor como en sus cuentos recogidos en dos volúmenes: Crónicas de motel y Cruzando el paraíso. La referencia al padre es más que recurrente: es un motivo de señalamiento constante, un cable a tierra, a veces una obsesión emparentada con ese centro de irradiación proliferante que representa el padre en la obra de algunos grandes escritores, como Franz Kafka y Juan Rulfo.
En Crónicas de motel (editorial Anagrama), paisajes y retratos ubicados en el suroeste norteamericano, entre Nuevo México, Arizona y California, Shepard se constriñe a lo indispensable descriptivo, a historias apenas esbozadas, fragmentos de autoficción intencionadamente truncos. Por ahí aparece el padre en persona y en personaje, con chamarra de aviador de la segunda guerra y sus pantalones khakis y su herida de guerra en la nuca y su botella de whisky.
Todo en el viejo piloto bombardero de B54 sugiere la proyección de la mirada filial. Nombrar al padre es quererlo: percibir su ternura, no juzgar su alcoholismo, sonreír. El viejo acumula memoria en su colección de discos que guarda alineada, “coleccionando polvo de Nuevo México”. “Mi Papá tiene una foto de una señorita española completamente cubierta de nata batida.”
La memoria del viejo está en todas partes, en las paredes cubiertas de imágenes, de pasado, en recortes de revistas, en la concreción por excelencia del tiempo detenido: la fotografía. Y su colección de bachas de cigarro metidas en una caja de café Yuban habla asimismo de un modo de estar en la última edad.
“Se gastó en Bourbon todo lo que le di para comida. Llenó el refrigerador de botellas. Se hizo cortar el pelo a la cepillo, como un piloto de caza de la Segunda Guerra Mundial. Sonreía satisfecho cada vez que se pasaba la mano por los tiesos pelos. Dijo que se lo cortaban así para que les encajasen bien los cascos. Me enseñó las cicatrices de la metralla, que aún se le notan en la base del cuello.”
“Siempre que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras, mi papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de la metralla que tenía en la nuca.”
“Mencionaba los B54 en un tono sombrío, casi religioso. Sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número: B54.”
Es la memoria del padre, no del hijo. Sin embargo, el narrador (alter ego de Shepard) desliza un comentario:
“Me sorprende la nostalgia que siento por épocas que apenas sí recuerdo bien. Nunca pienso en mi experiencia de los años cuarenta. Los años cuarenta están reservados para la generación de mis padres y para pilotos con chamarra de cuero y cuello de piel, que sonríen desde la cabina de sus aviones.”
En los cuentos de Cruzando el paraíso —que en su edición primera (editorial Anagrama) lleva como portada una fotografía de Manuel Álvarez Bravo—, el lector se topa con un epígrafe de Juan Rulfo, unas líneas de “El llano en lamas” alusivas a la paternidad, aquel famoso diálogo sobre el reconocimiento de un hijo, el Pichón. Ahora sí, transmutado en personaje, transferida de criatura en personaje, el padre no es el de la autoficción sino el de la mentira literaria, un padre alcohólico cuyos desfiguros van dando su condición patética. O al menos es ésa la imagen del padre que está en “El auténtico Gabby Hayes”, “Cruzando el paraíso”, y “Un pequeño círculo de amigos”. El padre que dispara con una 22 a unas latas de cerveza en el desierto, el padre que destroza una habitación, el padre que muere carbonizado en una cama de hotel.
La relación de odio y amor entre padre e hijo tal vez esté más clara en una obra de teatro, donde Shepard se emplea más a fondo, como Mentiras de la mente, donde Jake pretende que su madre extraiga literalmente la urna con las cenizas de su padre, rehabilitándolo grotescamente e imponiendo su presencia espectral e incancelable.
“En Loco de amor”, dice Claudio Gorlier, “el padre se asoma con creciente urgencia, demiurgo implacable e invisible titiritero, que reaparece transformado en objeto insuprimible de la memoria”. Probablemente en ninguna otra obra de Shepard el padre encarnado comparezca con tanta gravedad, hablando desde el más allá de la muerte, como entre sueños. Dado que en el teatro de Shepard el espacio es más emocional que físico, los planos se rompen, “Loco de amor va teniendo lugar tanto dentro de los sentimientos de los personajes como en los confines del escenario. Las escenas con el padre, por ejemplo, no son repentinos brincos a la fantasía (como si fueran secuencias de sueños) sino que están presentes en el espacio tanto como lo están en el tiempo”, escribe Ross Wetzsteon.

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