Saturday, February 04, 2006

El teatro estadounidense

Cuando en 1995 Robert Potter presentó el primer tomo de Teatro norteamericano contemporáneo, publicado por Ediciones El Milagro, recordaba que en la historia de los Estados Unidos sus antepasados puritanos tendían a desaprobar el mero ejercicio de las artes porque las sentían frívolas o diabólicas. Y por lo mismo, por esa no del todo diluida tradición, en la cultura de las clases medias aún rezuma una cierta desconfianza hacia las expresiones artísticas y los políticos conservadores acrecientan su clientela cuando tildan de blasfemos o de obscenos a los artistas.
Contra todas esas resistencias ha tenido que bregar el teatro estadounidense, pero poco a poco, con el correr de los años y el talento de sus autores, ha sabido irse imponiendo, aparte de que ha refrendado su prestigio la recepción que el teatro y otras expresiones artísticas (como el jazz, por ejemplo, que a veces ha sido más apreciado en Tokio en Copenague) han tenido en otros países. De hecho, y en lo que toca específicamente al teatro, muchas de las representaciones más notables de obras norteamericanas se han dado en el extranjero, de las la comedias musicales, por ejemplo, o las obras de Arthur Miller, Tennessee Williams, Eugene O’Oneill o Edward Albee, que se han montado en Londres a veces con mayor fortuna que en Nueva York. Y así puede ya contarse más de una generación de espectadores que han conocido el “Optimismo suicida”, como le dice Robert Potter, de la trágica figura del padre en Muerte de un agente viajero; la hermana perturbada y perturbadora, disolvente y desequilibrada, de Tennessee Williams en El zoológico de cristal, y la atormentada confrontación entre padres e hijos en Largo viaje de un día hacia la noche, de Eugene O’Neill.
Por eso, pensando en el hecho de que las obras de raigambre norteamericana funcionan perfectamente ante públicos de otras lenguas, Robert Potter valora esta antología hecha en México del teatro norteamericano, como un indicio más de entendimiento de “nuestra producción teatral desde una perspectiva externa”. El hecho de que se dé a conocer al público de lengua española lo aprecia doblemente, y lo agradece, porque reconoce que en su país el español es ya, fuera de toda duda, la segunda lengua que se habla y por tanto estas versiones también podrían ser representadas allá, en su propio país.
Más que en ninguna otra esfera de expresividad artística la del teatro probablemente es aquella en la que más repercute la realidad más descarnada, los más turbulentos conflictos de la sociedad, y la contradicción de valores y creencias que van entrando en juego de una generación a otra. La experiencia, por otra parte, se da entre actores y espectadores vivos durante un momento irrepetible.
En la sociedad norteamericana hay un arco que va de la década de los años 60 a la de los 90. Hay la irrupción de los medios audiovisuales. Ante las puestas convencionales preocupadas por la aceptación en taquilla, muchos dramaturgos y actores marcan su distancia de Broadway (en Nueva York) y buscan espacios para un teatro probablemente más pobre desde el punto de vista de la producción pero más audaz y propositivo hacia el sur de Mahnattan, en los escenarios más reducidos del llamado off-Broadway.
Contra lo que pudiera pensarse, la gran expansión tecnológica de los medios masivos de comunicación excluyó al teatro tanto como lo soslayó la industria norteamericana de entretenimiento de los años 70 y 80, pero con todo, lejos de ser una tragedia económica, obró en beneficio del arte. Tal vez perdió el teatro como gran negocio, pero salió ganando en sus posibilidades de imaginación y de libertad. Se convirtió en un arte marginal, dice Robert Potter, menos popular que le televisión y el cine. Pero también más alejado del control de las grandes corporaciones. El epicentro, pues, se desplazó de la calle 42 y otras confluentes de Broadway y buscó casa en el Greenwich Village u otros rincones que, como se decía antes, constituyeron el off-Broadway y el off-off-Broadway.
“Su marginalidad ha contribuido a preservar su independencia y le ha permitido jugar un papel visionario, como una forma de arte público dispuesto a examinar, con determinación, los mitos y las realidades norteamericanas.”
En esos ámbitos se movió el joven Sam Shepard que llegó a Nueva York hacia 1966 y conoció el gran momento del teatro Off-Broadway y las obras de grandes dramaturgos como Edward Albee y LeRoi Jones, así como el florecimiento de aquellos lugares tan célebres como el Café La Mama y el Caffe Cino.
De Sam Shepard se incluye aquí una obra de 1978, El niño enterrado, que reescribió para su reposición en Nueva York en 1996. En el fondo de ésta y otras obras suyas, como Loco de amor y Verdadero Oeste, está la familia norteamericana, y la no muy feliz relación entre el hijo y el padre.
La relación de odio y amor entre padre e hijo tal vez esté más clara en otra pieza, Mentiras de la mente, donde Jake pretende que su madre extraiga literalmente la urna con las cenizas de su padre, rehabilitándolo grotescamente e imponiendo su presencia espectral e incancelable.
“En Loco de amor”, dice Claudio Gorlier, “el padre se asoma con creciente urgencia, demiurgo implacable e invisible titiritero, que reaparece transformado en objeto insuprimible de la memoria”. Probablemente en ninguna otra obra de Shepard el padre encarnado comparezca con tanta gravedad, hablando desde el más allá de la muerte, como entre sueños. Dado que en el teatro de Shepard el espacio es más emocional que físico, los planos se rompen, “Loco de amor va teniendo lugar tanto dentro de los sentimientos de los personajes como en los confines del escenario. Las escenas con el padre, por ejemplo, no son repentinos brincos a la fantasía (como si fueran secuencias de sueños) sino que están presentes en el espacio tanto como lo están en el tiempo”, escribe Ross Wetzsteon.
Más joven que Shepard, David Mamet (Chicago, 1947) se hizo como dramaturgo en los escenarios marginales y experimentales de Chicago a finales de los años 60. Un país de salvajes es el que parece retratar, la lucha despiadada por la sobrevivencia, como una batalla brutal en la que sólo sobreviven los más despiadados personajes, particularmente en Glengarry Glen Ross, donde se parten el alma unos vendedores de bienes raíces. Pero antes, en sus primeros intentos, David Mamet alcanzó a plasmar ciertos cambios de valores y oros despertares de la época en Perversidad sexual en Chicago. Más tarde acometió, alrededor de lo “políticamente correcto”, las proliferaciones ideológicas del medio universitario en Oleanna.
“Sus obras nunca son frías” dice Robert Potter. "Bullen con la energía furiosa de la competencia, los juegos mentales y un mordaz combate lingüístico." Y esa reticencia, esos diálogos abundantes en omisiones y sobreentendidos que van componiendo la situación en Criptograma, incluida en esta antología, es la que más acerca de David Mamet a uno de sus autores más venerados, Harold Pinter.
La antología, preparada por David Olguín, reúne —aparte de Shepard y Mamet— obras de Edward Albee, Barry Clifford, Hon Jesurun y Paul Vogel, pero tal vez sobresalga por su importancia Ángeles en América, de Tony Kushner “la obra más sorprendente y ambiciosa de los 90”. Su contexto es la epidemia del Sida que empezó a extenderse a principios de los años ochenta, pero también versa sobre las luchas personales que en diferentes campos libran personajes diversos, mientras Tony Kushner elabora su “épica escéptica” con “pasión política, disparates, ira satírica, ingenio e ironía, misticismo, terror y éxtasis”.

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