Saturday, February 04, 2006

La teatralidad del poder




El mundo es un escenario,
y actores son hombres y mujeres

—W. Shakespeare, Como gustéis

Decía Jean Genet que el poder no funciona sin teatralidad. Nunca. Para el autor de Severa vigilancia y Diario de un ladrón, la teatralidad es el poder mismo y domina por todas partes. Sin embargo, sólo hay un lugar en el mundo en el que la teatralidad no oculta poder alguno y ese lugar es el teatro. Cuando a un actor lo matan en escena se puede volver a levantar y hacer otra vida. Peligroso no es. En 1968 los estudiantes parisinos ocuparon un teatro: un lugar (el Odeón) del que todo poder había sido expulsado, donde sólo quedaba la teatralidad, sin riesgo alguno. “Exhorto a todos a hacer de la vida un teatro”, decía Jean Genet.
Y de hecho, querámoslo o no, en este mundo cada uno de nosotros se pone a representar un papel. Quiere uno dejar de ser criatura para convertirse en personaje porque el personaje sí sobrevive, sí tiene un cierto papel reservado en la eternidad. Y obviamente los políticos no son una excepción. Son como cualquier ser humano, viven entre la realidad y el deseo. Tienen sueños y se hacen ilusiones como cualquier niño. (Trabajar poco, por ejemplo, y ganar mucho.) Y eso lo sabía muy bien Luigi Pirandello (novelista, dramaturgo, cuentista, premio Nobel de 1936), que dedicó toda su obra a esta paradoja. Su recurrente idea es que el personaje es un ser más vivo que los seres que visten y calzan. A lo mejor es menos real, pero es más verdadero, porque la naturaleza se sirve de la fantasía de los escritores para proseguir su obra de creación. Quien nace de la actividad creadora, que se gesta en la imaginación humana, siente que la naturaleza “lo destina a una vida muy superior a la de quien nace del vientre mortal de una mujer”. Y, como decíamos, los políticos no pueden ser la excepción. Antes al contrario: el político se inventa como personaje.
Entre más fingen, entre mejor mienten, mejores políticos pueden ser. (¿No hemos oído hasta la saciedad este año las mentiras de Bush y de Tony Blair?) Su capacidad histriónica está a la orden del día sobre todo en los momentos de campaña electoral cuando de lo que se trata es de venderse, de vender una idea o un proyecto. Si es necesario fingir, aparentar, y si gobernar es hacer creer, entonces el trabajo del político es tan delicado como el del actor.
En un texto clásico que leen todos los estudiantes de teatro y que se pasan la vida leyendo porque resulta muy fecundo en ideas (La paradoja del comediante, de Denis Diderot) se lee que los afanes del actor son los mismos del político e iguales a los del escritor: el propósito de todos ellos es establecer la verosimilitud, lo importante es que les crean. Lo importante es la credibilidad, uno de los misterios más sutiles de la política, Cuando se pierde, como la virginidad, no hay manera de recuperarla.
Es el problema del desdoblamiento. Cuando el actor —o la criatura: el ser humano en toda su desnudez— pasa a ser personaje tiene acceso a otra dimensión y se pierde en ella. Según Diderot es más creíble el fingimiento que al sinceridad:
“Los comediantes impresionan al público no cuando está furiosos sino cuando fingen perfectamente el furor. En los tribunales, en las asambleas, en todos los sitios en los que se quiere dominar los ánimos, se finge ya la ira, ya el tenor, ya la piedad, para producir en el auditorio esos distintos sentimientos. Lo que no logra una pasión efectiva lo consigue una pasión bien imitada.”
En eso consiste la aparente contradicción —es decir: la paradoja— del actor. Una persona puede estar sintiendo mucho y no poder expresarlo. Puede producir risa. Por ejemplo, un actor se suicida en el escenario. Se suicida de verdad (se acuchilla y brota la sangre) y entonces produce risa entre los espectadores. En cambio, el buen actor finge que se suicida. Y entonces el público llora.
Si Nicolás Maquiavelo es el padre involuntario de la propaganda moderna es porque recomienda fingir. En El Príncipe, que sólo pudo ser escrito por un italiano (tan perecido, por cierto, al mexicano, por su ambigüedad y su talento para mentir) desentrañamos toda una disquisición sobre el ser y el parecer. Sobre la apariencia. El gobernante puede ser infiel a sus camaradas y a sus compromisos —puede no cumplir con la palabra empeñada— pero tiene que hacer todo lo posible por parecer fiel. Lo que importa es la apariencia, el vestido, la corbata, el hábito. Tener el poder también consiste en aparentar tenerlo, aunque, por ejemplo, no se hayan ganado las elecciones (el caso histórico de Salinas). Por eso, a una menor legitimidad corresponde una mayor propaganda.
No es necesario que un presidente posea ciertas cualidades —la tolerancia, la paciencia, la lealtad, la generosidad–, pero es muy necesario que parezca tenerlas. No basta ser torero, hay que parecerlo. Fabricar esa imagen es el trabajo de sus propagandistas, pues “los hombres en general”, escribe Maquiavelo, “juzgan más por los ojos que por las manos, ya que a todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que pareces, pocos palpan lo que eres”, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias [de la televisión] y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo”.
Con no poca astucia tiene que moverse el político, como en la cuerda floja de los cirqueros, entre el discurso de la verdad y el de la mentira. El poder no funciona sin teatralidad.

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