Saturday, February 04, 2006

Pinter y el personaje

Muchas veces, sin saberlo, el espectador ha estado frente al trabajo de Harold Pinter, el escritor inglés al que le acaban de otorgar el premio Nobel de Literatura. Y ese contacto de casi todos nosotros con Pinter se ha dado en el cine, pues ha sido el sagaz guionista de La mujer del teniente francés, El sirviente, El memorandum Quiller, El mensajero, Accidente. También adaptó para la gran pantalla la novela de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, pero no llegó a filmarse (tal vez por ser demasiado literaria).
Ahora, con la concesión del Nobel, están llegando sus obras a las librerías, en su mayor parte traducidas en Argentina. Y no son difíciles de leer ni de imaginar. Todo lo contrario: son una delicia por la calidad y la tensión de los diálogos, elaborados tan sutilmente que traducen, entre una pausa y otra, todos los giros emocionales del pensamiento.


1. En Voces de familia, el drama radiofónico que escribió Harold Pinter en 1981, los personajes o las “voces” comparten una ambigüedad espacial: no se encuentran frente a frente como en el escenario de un teatro: Harold Pinter sabe que el espacio de la radio es infinito, y puede ubicar a un personaje Nueva Delhi o en Londres, a otro en Tahití o en Nueva York, y hacer que se relacionen entre sí incluso sin que compartan el mismo tiempo o el mismo lugar. Puede uno hablar en 1617 y el otro contestarle en 1943. El tiempo y la distancia se cancelan.
Las voces de la madre, del hijo, del padre, no se intercambian en parlamentos breves; se trata de prolongadas emisiones de la voz, párrafos que a un tiempo son el flujo de un monólogo interior o el cuento ensimismado de un personaje que se habla a sí mismo o se expresa como quien redacta una carta personal.
A esta obra dramática comparecen los protagonistas del drama familiar. El padre, como el fantasma de Hamlet, o los muertos que hablan en Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo en la que todos están muertos, se dirige a su hijo desde un más allá que no se sabe si es el de la muerte o el de una ciudad lejana y etérea.
A medida que va adquiriendo densidad, Voces de familia se dispara hacia diferentes direcciones gracias a su ambigüedad significativa y en una de esas vertientes podría interpretarse como un mundo mental —dado en la oscuridad “onírica” de la radio— y emocional en el que las voces de los padres son las que nos han enseñado a nombrar las cosas y a hacernos una composición de lugar durante los primeros años de nuestra efímera estancia en este mundo. Las voces de los padres son las de nuestros ancestros, las ideas de los demás, los discursos ajenos que todos traemos dentro (el discurso del otro), la impronta del pasado, los gritos de las tribus más remotas, es decir: las voces del inconsciente. Nuestros padres siguen hablando en nosotros.




2. El teatro tradicional exigía que, para entender sus motivaciones, el dramaturgo tenía que establecer muy bien los antecedentes de sus personajes: de dónde venían, quiénes eran sus padres, si eran solteros o casados, si eran del país o extranjeros. Para “caracterizar” al personaje, el autor estaba obligado a revelar algunos datos biográficos o familiares de quien hacía o decía tal o cual cosa en el escenario.
Sin embargo, Harold Pinter terminó con este prejuicio. Explicó que “si dos hombres se pelean en la calle, no necesito saber quiénes son ellos para presenciar y entender una situación dramática”. Y lo mismo puede experimentar cualquier persona que se topa con un pleito a la vuelta de la esquina. No necesita conocer la biografía de los protagonistas para sentir miedo o cualquiera otra emoción. El autor, en el renovador caso de Pinter, renuncia a la omnisciencia. Ya no está en todas partes o en ninguna.
Tal vez Harold Pinter sea uno de esos dramaturgos cuyas obras no se acaban de entender del todo si no se consideran, en conjunto y por separado, sus primeras piezas dramáticas, su evolución. Es muy difícil captar la ironía, la ambigüedad, el humor de Pinter. Si no se le contempla, por ejemplo, desde La habitación. También el dramaturgo y poeta inglés ha venido a reiterar que para ser un buen autor de teatro hay que haber tenido antes experiencia en el escenario, como actor precisamente.
Después del estreno de Fiesta de cumpleaños (el 28 de abril de 1958 en el Arts Theatre de Cambridge) una señora del público se quejaba de que no había entendido nada de la obra y, para mitigar un poco su frustración, le escribió una carta a Pinter:
“Muy señor mío. Le agradecería mucho que tuviera usted la amabilidad de explicarme el significado de su más reciente obra Fiesta de cumpleaños. Estos son los puntos que definitivamente no entiendo:
“1. ¿Quiénes son los dos hombres?
“2. ¿De dónde salió Stanley?
“3. ¿Se supone que todos son normales?
“Se dará usted cuenta de que si no tengo respuesta a estas preguntas no podré entender bien su obra.”
Pinter, en efecto, le contestó con otra carta:
“Querida señora:
“Le agradecería mucho que tuviera usted la amabilidad de explicarme el significado de su carta. Estos son los puntos que definitivamente no entiendo:
“¿Quién es usted?
“¿De dónde salió usted?
“¿Se supone que es usted normal?
“Se dará cuenta de que si no tengo respuesta a estas preguntas no podré entender bien su carta.”

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