Monday, February 27, 2006

La memoria de Pinter

La concesión del premio Nobel al dramaturgo inglés Harold Pinter, nacido el 10 de octubre de 1930, fue tan sorpresiva como justa. Se tomó en cuenta la repercusión de un autor que realmente ha tenido una influencia en su época. Y si hay algo que le da sentido a una obra es eso: que refleje el mundo y la mentalidad de los contemporáneos del escritor durante su breve paso por este planeta.
Basta mencionar uno de sus títulos, Regreso al hogar, para recordar que el regreso a casa es uno de los temas clásicos del teatro (o del cine). Ulises regresa a casa (y sólo su perro lo reconoce), Agamenón regresa a casa, etcétera, y a partir del regreso todo se suscita. Basta recordar El cuidador o la película El sirviente para apreciar el valor dramático y la tensión que enlazan a su alrededor las relaciones de poder, entre un amo y un criado, entre una nuera y un suegro, entre los colegas de trabajo, entre los amantes. En Tierra de nadie los personajes son literatos, editores de literatura y escritores (ahora que están tan de moda en la novela, puesto que pueden ser tan interesantes o aburridos como cualquier persona) y ahí también se va gestandon una humllación de clase, tan sutil como implacable.
Nos lo ha dicho muy bien José Sanchis Sinisterra (cuya obra El lector por horas se puso hace unos años en México): “En Pinter hay una preocupación por la forma de la opresión humana, por los mecanismos del poder, especialmente por la perversión del lenguaje que es uno de los territorios en los que se ejerce ese poder.”
Harold Pinter es uno de los grandes autores de la memoria. Es el que mejor nos ha dado a entender cómo es el funcionamiento de la memoria, en obras como Viejos tiempos y Voces de familia. En ciertos momento llega a plantear lo que parece una paradoja, mutatis mutandis: Hay cosas que son ciertas porque las recordamos, aunqueno hayan sucedido. De hecho en Viejos tiempos lo que se establece es una confrontación entre las diversas memnoria de los personajes, una corroboración de que cada quien recuerda a su manera, según sus sentimientos y sus deseos. En esta temática también se solaza Pinter cuando adapta para el cine En busca del tiempo perdido, la novela de Marcel Proust (que no llegó a filmarse) o La mujer del teniente francés (que sí se filmó).
Si Oliver Sacks ha mostrado la neurología como narrativa literaria, Harol Pinter le da continuidad en el teatro al componer Una especie de Alaska a partir de una historia clínica: la de una mujer que lleva 25 años dormida y que, al despertar, no sabe si es la señora de hora o la muchacha de hace 25 años. Memoria e identidad, ése es el tema.
Yo la primera vez que yo oí hablar de Harold Pinter fue en 1973 porque seguí día a día, o minuto a minuto, la minuciosa puesta en escena de Viejos tiempos que estaban ensayando el director Manuel Montoro y los actores y actrices Mabel Martín, Ana Ofelia Murguía, Claudio Obregón y otro autor más joven que (perdón) no alcanzo a recordar. La traducción era de José Emilio Pacheco, la escenografía de Guillermo Barclay y la producción de Alejandro Gertz Manero.
Mabel Martín, a quien yo acompañaba todas las noches a los ensayos en el teatro Granero, fue quien me explicó los muy peculiares detalles de Pinter. Me hizo ver que Ana Ofelia y Claudio eran de los mejores actores del mundo, “podrían actuar con Bergman”, y me enseñó a distinguir un silencio y una pausa normal de una “pausa pinteriana”, que es más dilatada. La mujer que encarnaba Mabel no podía dejar caer la ceniza del cigarro en cualquier momento. No. Tenía que ser exactamente entre una frase y otra, entre una pausa y un nuevo parlamento. Era como poner una coma en la conversación. Y de estas minucias estaba llena la sugerencia de Pinter.
Lo que se establecía era un dominio solapado, una humillación embozada, como en el caso de El sirviente: un proceso por el cual un criado se va apoderando de la voluntad de su amo hasta aniquilarlo. Los mismo en El cuidador o en Regreso al hogar, cuando pareja que vivía en Nueva York llega a la casa del padre que humilla veladamente a la nuera en un desplante de crueldad mental imperdonable.
Yo mismo traduje después Traición, en 1983, porque me gustó mucho. La vi con Raúl Julia en Nueva York y aquel actor que fue la estrella de Tiburón (Schneider, me parece). Y en esos años se me antonjó también traducir una obra de Pinter muy pequeña, destinada al teatro: Voces de familia. En esa pieza comparecen el padre, la madre y el hijo, pero cada quien desde un lugar distinto que un medio como la radio puede concentrar en un solo sitio, el de la audición. Lo cautivante de esa obra es que el padre ya está muerto y habla desde el más allá, como fugado de la novela Pedro Páramo. Y eso también es otra de las ventajas radiofónicas: que de otros tiempos y otros espacios se puede construir una situación dramática arbitrariamente actual.
El carácter combativo de Pinter en los últimos veinte años ha dado cuenta de su repudio a incontables injusticias y ha manifestado abiertamente su rechazo de una guerra loca como la de Irak. Pero esa preocupación ya estaba en el fondo de sus obras, como en La del estribo (o La última copa), una sesión de tortura.
Pinter capta, pues, el ambiente de una cárcel: la del espacio y la del tiempo en nuestra época. La persona pierde su identidad escogida y su máscara se disuelve, pero detrás de esa máscara hay otras máscaras.

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