Monday, February 27, 2006

Biblioteca ciega

Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.

—Jorge Luis Borges



Me acaba de encantar un obra de teatro: El lector por horas, del dramaturgo español José Sanchis Sisterra, que se está poniendo en el teatro de Santa Catarina, en Coyoacán. Se cuida uno mucho de no calificar de perfecta cualquier realización humana por el sabio prejuicio que nos previene de que nada humano puede ser perfecto. Pero ante la obra de arte, cuando todos los elementos están en su dimensión justa (el texto, la actuación, el ritmo, su tiempo particular), no se le ocurre al espectador conmovido otra palabra, así sea para sus adentros: perfecta.
La historia es simple como todos las buenas historias: una joven ciega solicita los servicios de un lector para que le vaya a leer todas las tardes, a las cuatro, fragmentos de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, Relato soñado, de Arthur Schnitztler, Mientas yo agonizo, de William Faulkner, Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Puros garbanzos de a libra. La actuación de esta joven actriz, Emma Dib (que podría ser una actriz de Bergman), difícilmente podría ser mejor: medida, sutil, contenida, fina. La emoción en cada matiz de la inteligencia. Pasa suavemente de un estado de ánimo a otro, voluble, imperativa, frágil, injusta, tierna. Y su actuación a veces es sólo con los ojos. Con la mirada, como lo hacía sir Lawrence Olivier.
De hecho el contratante del lector es el padre (Miguel Flores) de la muchacha que perdió la vista en un accidente. Es un hombre ya de regreso de muchas cosas. Tiene una biblioteca selecta, la pura crema de la literatura universal. No lee a sus contemporáneos. Cree que en los últimos años no se ha escrito nada que valga la pena en el campo de la creación, el teatro, la novela, la poesía. Sólo circulan plagios, reiteraciones, remedos baratos, trampas de la palabra y la “intertextualidad”, novelas “premiadas”, “finalistas”.
Los párrafos de Conrad y Faulkner, de Rulfo y de Schnitzler, no aparecen ante los oídos del espectador de manera gratuita: también son citas, los actores no leen cualquier conjunto de frases al azar; siguen la sobria malicia del dramaturgo y juegan con el arte de la cita. Todo está entrelazado. El padre contratante repara en que la palabra oscuridad aparece en todas y cada una las páginas de El corazón de las tinieblas. Acaso porque la oscuridad es una de las condiciones que determinan al personaje de Lorena.
Entresacadas de Pedro Páramo, se oyen las palabras de Damiana Cisneros y la descripción de los ecos: “Nada, nadie”.
Pero a la postre resulta que el lector, Ismael, es un novelista retirado, alguien que renuncia a la literatura, una evocación de esas individualidades literarias que optaron por el silencio. El actor Fernando Becerril (una evocación del Marcelo Mastroianni de La dolce vita, un novelista frustrado que se degrada como periodista de espectáculos y acepta los billetes que actores y actrices le ponen en el bolsillo, cumple asimismo con la invención de un personaje complejo, no sin enigmas, que vive en la zozobra de la impotencia literaria. El plagio inevitable de la escritura periodística (los resúmenes, las transcripciones, las entrevistas, el tomar al dictado, las extensas citas de palabras e ideas ajenas) fueron erosionando la fe del escritor en la fantasía y la demencia del arte. Ismael plagia: copia párrafos enteros de Faulkner y ha sido descubierto en su última novela. Se defiende arguyendo como todos los plagiarios el recurso de la “intertextualidad”. Tiene que, pues, resignarse a la lectura de libros para otros.
Gracias al director Ricardo Ramírez Carnero, la obra tiene una serie de intercambios pinterianos, en el sentido de esas relaciones de fuerza, sumisión, humillación, que se extienden entre los personajes de Harold Pinter. También en el modo de asumir el parlamento. Cada detalle cuenta. Hasta la presencia fantasmal y japonesa de una secretaria tiene su lugar como ser flotante, etéreo, perfectamente funcional y necesario. El lector arrodillado. En cuatro patas. La ambigua prepotencia de clase, el desprecio: “Eres menos que un criado”, le dice Lorena.
Recuerdo cuando Manuel Montoro puso Viejos tiempos, de Harold Pinter. Cada instante debía ser perfecto. Mabel Martín decía una frase y luego intercalaba una pausa y en esa pausa debía llevar la ceniza del cigarro al cenicero para después continuar con la frase, utilizado el silencio interpuesto. Todo estaba marcado. Todo estaba en el detalle. Como Dios.
Sentí que estaba ante una obra teatral de literatura aplicada. Recordé mis recientes días en Oaxaca cuando visité la biblioteca para ciegos “Jorge Luis Borges” que tiene su espacio en el Centro Fotográfico Álvarez Bravo. Una biblioteca para ciegos (de libros Braille, por supuesto) en un museo de fotografía. Borges hubiera sido el primero en sonreír. (Léase, dicho sea entre paréntesis, la conmovedora conferencia de Borges en Siete noches sobre la ceguera. Habla del ser ciego, de la oscuridad y la sombra, de los colores como el rojo y el amarillo, habla de las “rayas de tigre”, que no son otra cosa que las difusas verticales entre el nebuloso amarillo de la visión desvanecente y el cerebro. Borges no se anda con eufemismos tontos: al ciego le dice ciego, no “invidente”).
El autor no disimula su fe en la literatura, en un tiempo en que la cultura gráfica parece estar de caída y triunfa el videclip. Parece pueril, romántica, esta creencia en la palabra escrita. El personaje de Miguel Flores dice que sólo tiene unos quinientos libros, lo mejor del espíritu humano, y se conmueve ante la tarea solitaria de enlazar palabras y palabras, esa soledad acumulada que es cada línea, cada párrafo.
José Sanchis Sisterra se atreve a eso: a hacer un homenaje a la literatura. El trabajo de todos ellos, del autor, el director, la actriz, los actores, no es otra cosa: una declaración de amor a la literatura.

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