Thursday, April 27, 2006

La silla del águila



1. Siguen sin entender los “estrategas” de Fox y de la campaña panista que en la política no se pueden ignorar las reglas del teatro. El poder se rige por una cierta teatralidad.
Primero, el protagonista (Macbeth, por ejemplo) no debe inventar ni construir a su adversario, como lo hizo el Presidente en tiempos del desafuero al escoger entre la tribu a un personaje al que justamente por perseguirlo lo puso a su altura convirtiéndolo en antagonista. Segundo, a nadie con un mínimo instinto político se le puede ocurrir colocar en medio del debate una silla que simbolice al ausente porque en ese asiento, como es lógico, caerán todos los reflectores. Tercero, proclamar que Palacio Nacional habrá de ser un museo equivale a reconocer (tal vez orientado el Ejecutivo por encuestas muy secretas, pero reales) que Andrés Manuel López Obrador será el nuevo Presidente.
Todos bailan al son que les toca López Obrador. No hablan si no es para vilipendiarlo. Hay columnas periodísticas y programas de televisión dedicados exclusivamente a criticarlo. No tienen otro tema ni hablan, Madrazo y Calderón, de sí mismos ni de sus “proyectos”. El personaje de la película es López Obrador. Y por lo mismo, en un acting out del Presidente, en una suerte de imperium lapsus, se pone desde ahora a nombrarle funcionarios por decreto a su sucesor, a atarlo de manos frente a los medios con la aprobación de la ley Televisa, a impedirle que tenga su recámara en Palacio Nacional. Sólo falta que le nombre a su gabinete y que le regale a Televisa el canal del Congreso.
Hay ausencias muy presentes, por otra parte, sobre todo en el escenario. Rosario Green y la señora Vázquez Mota —en plena afinidad ideológica— se inventaron lo de la silla fatal, acaso porque la silla, butaca, taburete, sillón o poltrona representa la ausencia del padre. Cuando el padre no iba a casa a comer su lugar se respetaba y allí no se sentaba nadie. Nadie tomaba su lugar. En algunas familias, cuando moría el padre nadie lo reemplazaba. Y allí seguía reinando la silla.
En Colombia el actual presidente Álvaro Uribe se negó hace cuatro años a participar en el debate con sus opositores, quienes, para darle con el látigo de su desprecio y ridiculizarlo, colocaron en su lugar una silla desnuda. El resultado fue que Álvaro Uribe ganó las elecciones. Y también las había ganado antes Pastrana que se había negado al estilo estadounidense del debate y al que representaron con una silla vacía, señalándolo con dedito admonitorio.
Se brilla por ausencia. Destaca el que no está donde debe estar. Si alguien llega tarde a la fiesta todo el mundo lo está esperando. Si alguien falta a clase, todo el mundo lo nota.
Existe en la aviación militar, por lo demás, el homenaje del hueco. Cuando muere en combate un piloto, en el momento del funeral pasa por encima de los deudos el escuadrón de cazas haciendo un hueco que representa al piloto muerto. En una formación de cinco, falta el 4, por ejemplo. Y se llora por su ausencia. El hueco: la oquedad dramática. El verdadero personaje es el ausente. El águila que no está.
Nada crea más expectación en el espectador que el hecho de que no aparezca en el primer acto uno de los actores anunciado en el reparto. A medida que transcurre la obra, entre más se tarde en entrar el personaje anunciado más fuerte se vuelve su ausencia.
Pero estas sutilezas es muy difícil que las pesquen las señoras Green y Vázques Mota, tan identificadas ahora por la ausencia del Peligro.

2. En cuanto a la idea de congelar como museo Palacio Nacional viene a cuento aquella reflexión de Alejandro Rosas en el sentido de que desde tiempos inmemoriales el Palacio “fue el espacio donde los gobernantes ejercieron su autoridad, el centro de gravedad de la política, el sitio donde el poder se materializaba”.
Entre 1824 y 1860 todos los presidentes mexicanos, con la excepción de Vicente Guerrero, vivieron en las habitaciones de los virreyes, en la parte sur del palacio. En 1860, Benito Juárez acondicionó el sector norte como residencia del Ejecutivo. De los treinta presidentes que vivieron en el inmueble, sólo dos murieron en él: Miguel Barragán en 1836 y Juárez en 1872.
Al zócalo van los desheredados, los agricultores a vender sus piñas. Se cumple allí con el rito de la bandera. Los maestros disidentes se instalan día y noche para hacerse oír. El día de los muertos, el jefe del gobierno capitalino manda poner un altar.
Si el ejercicio del poder también se promueve en el campo metafórico, en la fantasía popular, en el inconsciente colectivo que va construyendo la historia, entonces el Palacio Nacional tiene que seguir siendo la sede de toda esa carga simbólica. Desde los tiempos de Adolfo López Mateos, los presidentes no despachan en Palacio Nacional. Les da pereza ir al centro, con la chusma. Prefieren ejercer desde una parte más elevada y cómoda de la ciudad, desde esa burbuja incontaminable y segura, aséptica, en la que Los Pinos tiene su asiento.
Frente al Templo Mayor, nada menos; frente a la Catedral Metropolitana, el conjunto de iglesia, plaza y palacio no ha hecho sino reforzar hacia la periferia nacional la imagen del jefe del gobierno del DF, que despacha junto a Palacio Nacional, y es como el otro Presidente. El pueblo lo piensa allí: en el corazón del país. Porque el Presidente de la República ha abandonado la plaza.

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