Friday, March 10, 2006

Ludwik: Mis actores han sido mis maestros

El hombre debe derrumbarse
de vez en cuando. Me ha su-
cedido varias veces en la vida.
No sé si me entristece mi
desesperanza; no lo creo.
Más bien me enferma esta
soledad, y dondequiera la
encuentro; y cuando digo
soledad, me refiero a la
soledad. Siempre la misma
miseria, siempre el mismo
cuerpo, el alma siempre ator-
mentada. Se refugia uno en
esperanzas, figuraciones,
compromisos… ¡Dios mío,
me estoy poniendo teórico!

—Ingmar Bergman, De la vida
de las marionetas



Siempre me cautivó el uso del español que estaba en los labios de Ludwik. Para ser polaco, para haberse apropiado de otra lengua sólo hasta 1957, cuando llegó a México y hablando ya muy bien el ruso y su lengua materna, el director de teatro que se nos acaba de adelantar en su último viaje al más allá tenía un dominio del español que podríamos calificar de perfecto si no supiéramos que toda lengua viva es imperfecta, justamente por estar en contacto diario con la vida y nuestro sentido de la improvisación verbal.
Ludwik Margules nació en 1933 en Varsovia y murió el martes pasado (7 de marzo) aquí en la ciudad que le vio sus mejores puestas en escena y donde formó a varias generaciones de actores, en Bellas Artes, en el Centro de Teatro Universitario, y por último en el Foro de Arte Contemporáneo, en la calle de Jalapa de la colonia Roma donde puso El camino rojo a Sabaiba, del sinaloense Óscar Riera; Los justos, de Albert Camus, y Cuarteto, de Heiner Müller.
Ya en una de sus más conocidas representaciones, Ricardo III, de Shakespeare, a principios de los años 70, se notaba en él una cierta inclinación por la desnudez escénica: pocos elementos, movimientos cruzados de los actores sobre el escenario, vestuario al mínimo e igual para todos. Le interesaba la palabra, y la resonancia poética de la palabra, un poco en el mismo tomó que consiguió en su última puesta, Noche de epifanía.
Este rigor lo llevó tal vez hasta sus últimas consecuencias en Los justos, de Albert Camus: los actores se movían o se desplazaban contra la pared, en un espacio desnudo, opresivo, como de paredes carcelarias, mientras el texto discurría del anarquismo al terrorismo como si fueran cosas distintas.
Pero de 1983 es la puesta en escena de una obra que acaso marcó un cambio en sus sistema de navegación estética: De la vida de las marionetas, de Ingmar Bergman. El espacio, restringido por la parca escenografía de Alejandro Luna en el teatro Sor Juan del Centro Cultural Universitario, sólo dejaba lugar para setenta butacas. Es decir, que la obra iba a ser contemplada por no más de setenta personas que además estarían muy cerca de los actores, a quienes por lo mismo se les podía permitir el susurro. No necesitaban gritar. Se les podía escuchar a dos o tres metros. Como si uno, espectador, estuviera en la alcoba de los personajes.
A Fernando Balzaretti, en uno de los ensayos, le decía Ludwik:
“No des esos manoteos. No actúes. Apréndete al personaje, pero no actúes como actúas tú. Espera a encontrar al personaje. Tómate tu tiempo. Búscalo, pero abajo.”
Balzaretti había metido de tal forma en el personaje de Peter Egerman que a la postre, meses después, le vino una especie de resaca, un hundimiento emocional insuperable.
De los apuntes que Ludwik iba haciendo en una libreta, mientras transcurrían los ensayos durante meses enteros, pueden recordarse estás líneas:
“Peter bebe para desafiar su propio sistema de seguridad, a la que quedó sometido por su educación y por la posición social que ostenta.
“En términos de interpretación hay dos posibilidades para esta escena:
1. Poco a poco gotear, independientemente de la música, notas grotescas, cercanas a la farsa, en el juego de los actores.
2. Desde el principio, adoptar el tono de la farsa y magnificarla, en el transcurso de la acción, hasta la risa pelada.”
Al actor Emilio Echeverría, que hacía el papel de un inspector de la policía de Estocolmo, Ludwik le hacía repetir y repetir sus líneas:
“¿Puedo ofrecerle un café o un vaso de vino? ¿Un cigarro, un agua mineral?”, le decía el inspector a Tim, un detenido sospechoso.
“Repítelo”, le indicaba Ludwik al actor. “Cada vez que digas café o vino o vaso o agua mineral haz de cuenta que le estás diciendo, por el tono, por las pausas, usted es una mierda, un hijo de puta.” Por la entonación, por la mirada, por la intención. Porque eso era actuar para Ludwik: no pronunciar las palabras según su significado sino darles otro significado con las pausas, los silencios y la insinuación emocional.
Para Ludwik Margules la puesta en escena era un hecho poético y sólo debía estar allí lo esencial. Nada de adornos. Nada accesorio. Y si la palabra había venido siendo desdeñada por las “artes escénicas” —según la superstición de que el teatro más que palabra es actuación y esceneografía— en Ludwik era consustancial a la expresión histriónica (como en Shakespeare).
Y no es que Ludwik estuviera a favor de un teatro excesivamente verbal. No. Lo que apreciaba era el valor poético de la palabra, que concebía también como materia sonora.
“La gente habla y habla y usa palabras que no significan nada. Hay una escisión entre lo que dice y lo que hacen.. En esta puesta las palabras son materia sonora a través de la cual se transmiten las emociones. Incluso en los momentos más discursivos. Hay un divorcio entre lo que se dice y lo que se siente.”
Cuando uno como espectador se pierde de una puesta en escena, esa representación —la obra que no vi— es como una persona que ha muerto. Por mucho que se vuelva a representar nunca será la misma; porque se pone en otro tiempo, porque intervienen otros actores y otro director, porque la interpretación y el tono son distintos. Nunca volveremos a ver Viaje de un largo día hacia la noche, El camino rojo a Saibaba, El tío Vania, Un hogar sólido, Cuarteto, Las adoraciones, A puerta cerrada, El círculo de tiza caucasiano, Severa vigilancia, En alta mar, Manuscrito encontrado en Zaragoza, Señora Klein, De la vida de las marionetas. No las volveremos a ver al menos cómo Ludwik Margules las concibió y realizó.
Se sintió siempre cerca de un escritor, Juan Tovar, y de un escenógrafo, Alejandro Luna.
Entre los actores y actrices que más quiso y respetó se cuentan Ana Ofelia Murguía, esa “loba teatral”, “con su intuición, su sutileza, su garra teatral”. También Mabel Martín (en Ricardo III, El tío Vania), Julieta Egurrola, Claudio Obregón, Álvaro Guerrero, Emilio Echevarría, Sergio Jiménez, Guillermo Gil, Rosa María Bianchi, Farnesio de Bernal y, sobre todo, tal vez su consentido, Fernando Balzaretti.
“Mis grandes maestros fueron mis actores”.
Luego, tenía una manera de ser implacable, de no querer quedar bien con nadie, de aparente mal humor… pero, ¡Dios mío, me estoy poniendo teórico!

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