Monday, February 27, 2006

Vivimos en la usura

Estuvimos el otro día viendo El mercader de Venecia, de William Shakespeare, con Al Pacino en el papel de Shylock. Sentí un tanto antisemita la versión cinematográfica porque al final una de las espectadoras, una muchacha en la oscuridad de la sala, dijo algo muy despectivo sobre el judío usurero. Como que le dio gusto que lo derrotaran y humillaran durante el juicio en el que él exigía un trozo de carne —de cualquier parte del cuerpo, del pecho, de la nalga, del muslo, exactamente de una libra— al deudor incumplido.
En la película hay una secuencia en las que se contextualiza la persecución de los judíos ya en el siglo XV: las limitaciones que les ponían a sus derechos, la exclusión de la sociedad política establecida, la ancestral suspicacia en su contra.
Y hete aquí que en un café de aquí de la colonia Condesa me encuentro a Fernando Becerril, el actor que todo este año estuvo haciendo el papel de Shylock en el teatro Julio Castillo, detrás del auditorio Nacional.
Le conté a Fernando eso, que me había parecido un tanto antisemita la versión en la que admirablemente actúan Al Pacino y Jeremy Irons, y que me extrañaba mucho ya que si en algún lugar se ve mal el antisemitismo es en el país en el que se hizo la película, Estados Unidos. (Philip Roth dice que él siempre ha pensado que el mejor país para los judíos ha sido Estados Unidos, como que allí encontraron casa y tolerancia.)
—No —me dijo Fernando— lo que pasa es que en todas partes hay un gran repudio a la usura. Vivimos en la usura.
Yo recuerdo que en la versión de Sergio Zermeño, que dirigió a Fernando Becerril, había un discurso de Shylock en el que el viejo comerciente decía que no podía pero sobre todo que no quería dejar de ser judío, como se lo exigen los jueces. Esas palabras los dignificaban y salvaban su estirpe.
“No puedo y además no quiero”, dice, muy orgulloso de ser judío cuando lo quieren condenar a volverse cristiano. Acaso porque, como decía Spinoza, todos los seres quieren perseverar en su ser. (“El tigre quiere seguir siendo tigre”, dice Borges.) Lo que ocurre es que Zermeño toma estas líneas de una parte intermedia de la obra y las coloca al final, luego de que Szhylock resulta vencido.
En la literatura no sucede como en la aritmética. Al cambiar de lugar el orden de los factores y ponerlo un poco antes de que termine la obra, Zermeño atenúa el efecto anisemita, mientras que en los diálogos de la película la autoafirmación ontológica del personaje pasa tal vez inadvertida.

Por lo demás es cierto lo que dice Becerril: vimos bajo la usura, sobre todo en un país como México donde en el fondo no existe el Estado (ni impera la ley) y por tanto no hay entidad alguna que defienda a los ciudadanos, como sería de esperarse en una nación civilizada y en una democracia real.
En México hay gente maravillosa, pero tenemos que reconocer que produce personajes muy nefastos. Tenemos un país en el que abundan los abusos por todos lados. Todo muundo trata de joder al prójimo. Los diputados se aumentan su sueldo y se dan aguinaldos a sí mismos con dinero del público. Los funcionarios cobran sueldos altísimos. El principal ministro de la Suprema Corte cobra 400 mil pesos mensuales, más que el Presidente de la República. Los hijos de Martita Sahagún consiguen la impunidad nada menos que del poder legislativo. El inspector de la luz no viene a leer los medidores y cada dos meses inventa el consumo, calculándolo al azar. El vecino, como tantos capitalinos de la clase media altiva, cree que es propietario de los cuatro o cinco metros de calle (de vía pública) que están frente a su casa. No entide la diferencia entre propiedad privada y propiedad pública. El vendedor de gas entrega tanques ordeñados a tres cuartas partes y se roba unos litros. Las gasolineras, ahora en manos de empresas transnacionales, le dan a uno litros de 900 mililitros y le roban por computadora, misma que ponen en orden cuando se acerca el inspector (casi siempre sobornado, por lo demás). A los publicistas no les importa la contaminación visual con las vallas que ponen por todas partes, como si no hubiera gobierno que les pudiera poner límitrs. El duopolio de Aeroméxico y Mexicana establece las tarfifas que le da la gana y venden en exceso sus asientos. Los empleados del “marketin” haban tres o cuatrrio veces a las casas para vender tarjetas de crédito. (¿De dónde sacan los teléfonos?)
Y, ah, los bancos: vimos pagándoles tributo. Las tarjetas son la trampa 22 de la novela de Joseph Heller. Cobran hasta el 41 por ciento (Citibank, por ejemplo, es decir: Banamex). Si la víctima sólo va pagando el mínimo paga el interés pero apenas amortigua le deuda, de tal manera que se puede pasar años abonándole al banco sólo los intereses. Son una trampa, como trampas también son las tarjetas de Sears (otra vez Slim, ¿hay algo en México que no sea de CS?) y del Palacio de Hierro. Y no se diga los réditos que para una casa o para un carro “otorgan” los usureros ingleses de HSBC o los neoyorkinos de Citybank-Banamex. Enganchan a los igenuos que vienen pagando mucho más de lo que cuesta la mercancía.

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